Los montes del Baztán nunca fueron escenario para mis juegos infantiles, jamás antes había visitado aquellos lugares llenos de vistas maravillosas, donde bosques de castaños centenarios escondían secretos guardados en los troncos y prados de hierbas delicadas se echaban a rodar desde lo alto de las cimas que conformaban el valle.
Mi amiga y yo habíamos ido por queso en su viejo Peugeot lleno de cachivaches y donde el polvo nos hacía estornudar cada vez que la orografía del terreno nos obligaba a tomar una curva. El día era espléndido, el sol separaba cada brizna de hierba, se filtraba entre las hojas de los avellanos preñados de brotes tiernos que apuntaban hacia arriba.
Susana me había dicho que los quesos de Miguel eran famosos en el valle, que muchos de sus amigos habían pasado por allí conducidos por ella para degustar los productos que el pastor hacía en la soledad de su caserío.
Yo estaba algo hambriento, eran ya casi la seis de la tarde y hacía más de una hora que habíamos ingerido una frugal comida en un bar de Elizondo. Creo que Susana podía oír mis borgorigmos desde el asiento del copiloto sin acercar la oreja.
“Un par de curvas más y habremos llegado“, dijo impaciente. En efecto, tras unas zarzamoras que se asomaban en la última curva vislumbramos el caserío de Miguel.
Era bastante grande, con una pequeña huerta y dos perros desgreñados que salían alborozados a nuestro encuentro, empujando con sus ladridos el coche cuesta abajo.
Con los ruidos del motor y de sus perrunos vigilantes el pastor salió. Bajamos del coche después de dejarlo junto a la cuneta sin acercarlo al borde. No solía pasar gente por allí, por tanto, no haría falta empeñarse en dejar sitio. Miguel se acercó con una gran sonrisa. Susana, como siempre, saludaba a sus amigos con dos besos afectuosos y esta vez, además, con un gran abrazo.
A mí un escueto pero fuerte apretón de manos me sirvió para percibir la calidez y fortaleza de un hombre que frisaría con los sesenta, no muy alto pero grueso, de fuertes y velludos brazos, con poderosos pectorales que el tiempo todavía no había derrotado.
– Me alegro de verte por aquí…- saludó el pastor.
– Sí, ¿cómo estás Miguel? Hacía bastante tiempo… Desde marzo ¿no?
El pastor vestía unos arrantzales desgastados, un jersey azul de cuello de pico y unas zapatos sucios de estiércol. La cuadra que contenía las ovejas se veía a pocos metros, no era difícil adivinar en qué andaba ocupado.
Nos invitó a pasar al interior.
En eso Susana recibió una llamada de teléfono. Se alejó unos metros mientras yo ponía atención a lo que Miguel decía. No sabía nada de la vida en un caserío. El hedor me resultaba insoportable lo mismo que la visión de una cerda gorda hozando en un montón de desecho que se amontonaba junto al corral.
Aunque disimulando mi disgusto iba a preguntar por la forma de criar a los cerdos cuando Susana volvió hasta nosotros. Alguien que no identificó le había comunicado que tendría que bajar a Elizondo porque finalmente y tras dos semanas de espera el agente inmobiliario con quien había concertado una cita hacía un mes había encontrado por fin un hueco para atenderla.
Según nos hizo saber otra reunión había sido cancelada y la oportunidad era inmejorable. Le dije que podría marcharse con toda tranquilidad, que no pasaba nada, yo cogería un par de quesos y bajaría por algún sendero hasta el pueblo.
1. Sí, desde luego, yo le enseñaré el camino, marcha tranquila – la tranquilizó Miguel.
Miguel parecía un hombre firme aunque tímido. Al quedarnos solos noté que su actitud era otra. Aunque no parecía tener reparos a atenderme con cortesía no hablaba tan fluidamente como hacía unos instantes. Entramos y me enseñó la puerta que daba paso a la habitación donde guardaba los quesos mientras se curaban.
En ese momento se sentó en el banco de madera que había en el zaguán y se calzó un par de zapatillas de casa. Miguel era un señor fuerte, con muslos recios que quedaban de manifiesto ahora, al sentarse. Abrió las piernas y se sacó por arriba el jersey.
Al hacerlo se desabrochó un par de botones de la camisa que dejaron al descubierto un impresionante bosque de pelos largos negros y grises que se le arremolinaban bajo la garganta. Miguel me miró y algo sonrojado se abrochó de nuevo.
Yo no dije nada. Sin embargo, mi intuición me decía que aquel hombre en el fondo no deseaba quedarse ahí a solas conmigo.
Un pastor homosexual sexagenario en los montes del valle del Baztán… Cuánto tiempo desde la última vez… Quizás… Jamás antes había sentido tanta frialdad e indiferencia ante un encuentro con otro hombre gay. Tal vez su edad –podría ser muy bien mi padre-, tal vez aquel lugar o lo inverosímil de la condición sexual del pastor.
Miguel se incorporó y me enseñó la sala donde guardaba los quesos. No mostré demasiado interés, tal solo traté de mantener una conversación coherente aunque mis ojos ya no se iban a los quesos sino a cada articulación, a cada músculo de aquel fornido vasco solterón.
Yo cada vez mantenía más los silencios y contra toda lógica el hombre iba hablando más y más rápido pero nunca mirándome a los ojos. No puedo reproducir aquí la conversación, sólo recuerdo que una descarga me recorrió el espinazo cuando me invitó a la cocina a tomar un trago de txacolí.
No sé cuánto tiempo pasó, pero hacía tiempo que la botella se había quedado vacía, junto al cenicero, mientras la segunda iba ya buena. Miguel me miraba algo más relajadamente. Hacía calor y me quité la chaqueta del chándal.
Él hizo lo propio pero esta vez no se desabotonó la camisa. Podía percibir su olor a sudor, sus pezones que se clavaban en aquella camisa roja, a cuadros. Pedí un vaso de agua, el vino me estaba siendo insoportable. Miguel se levantó solícitamente a traérmelo y en el intento tropezó con un garrafón que había junto a la mesa.
Me levanté pero para cuando quise echarle la mano el hombre ya se había dado un golpe morrocotudo en la rodilla. Comprobé entonces que el alcohol ya corría campante por nuestro torrente sanguíneo, el de los dos, porque me resultó difícil agarrar a Miguel sin titubear y este a gatas se esforzaba por ponerse de pie.
Al acercarme a su rodilla él me cogió de la mano para incorporarse. Se puso de pie y sentí entonces un irrefrenable deseo: sin pensar le besé en la boca. Su cuerpo emanaba un olor muy masculino y mi lengua buscaba la suya sin éxito.
El cuerpo de mi amigo se quedó petrificado y durante los cuatro o cinco segundos que duró aquello no vi señal alguna de que eso fuese deseado por mi pastor. Me detuve, me alejé primero unos centímetros de su cara, luego retrocedí unos pasos. Miguel miraba hacia el suelo, inmóvil, sin decir nada. Creía que mi cuerpo estaba siendo atravesado por dos varas de hierro que los encofradores usan para construir las columnas de los edificios. Reculé aún más y tragué saliva por dos veces. Un escueto “perdón, yo sólo pensé, Dios…, perdóname“.
En todos mis encuentros frustrados jamás hubo ninguno tan desafortunado. Me fui a la puerta y antes de salir exhalé un suspiro profundo y denso que se quedó pegado a las piedras de la pared. Cerré la puerta y salí nerviosamente. En ese momento escuché algo ininteligible. Frené en seco dispuesto a repetir mis disculpas.
Volvió a oírse algo pero esta vez pude distinguirlo aunque con dificultad. Las paredes eran gruesas y la puerta compacta: la voz no había salido tímidamente de Miguel si se había podido oír así de claramente.
1. No te vayas. Pasa. Tenemos que hablar – dijo con la voz decidida.
Yo deseaba a aquel hombre, quería tenerlo junto a mí, escucharle, no era ya tener su cuerpo y adueñarme de sus secretos, quería acariciarlo, invitarle a tener el mío. Estaba tan excitado y tenía tanto miedo de entrar, tantos oscuros recovecos dentro de mí… Finalmente abrí y encontré a Miguel sentado a la mesa, mirándome, esta vez de frente, sin tapujos.
1. No sé por qué has hecho esto, antes… quizás… yo he querido también decirte algo…- dejó escapar Miguel
2. Lo siento
3. No lo sientas- reconoció.
Y comenzó a resbalar una única lágrima por aquella barba pungente y cana. Me levanté y lo acerqué a mí. Me pareció que había estado escuchando una voz transparente, tan leve como la de un niño que acaba de pedir un caramelo a un desconocido.
1. Jamás he hecho esto antes – espetó.
Aquella confesión tan escueta había revuelto definitivamente mi cuerpo. Le acaricié la cabeza y me abrazó. Le ayudé a incorporarse y me indicó que le siguiera. Fuimos arriba, a su habitación. Le dije que se tendiera en la cama, que se tranquilizara, cerré la ventana y volví los postigos.
La luz apenas entraba, no podía ver el cuerpo de mi amante que me esperaba. Le desabotoné la camisa despacio, de abajo arriba. Al tiempo que lo hacía notaba la inmensa pelambrera que yo no podía imaginar escondieran sus ropas. Mojé mis dedos índices y los moví alrededor de la aureola de sus pezones, primero; luego los lamí delicadamente mientras él giraba la cabeza de un lado a otro sin atreverse a decir que parara.
Sus tímidas manos palpaban las mías que bien separadas de su cuerpo me permitían bajar hasta un increíble torso de macho. Su respiración se agitaba. Acerqué mi lengua a su tripa algo prominente, tenía dificultades para sentir su piel pues el vello era tan abundante que se me metía entre los dientes y me impedía seguir pero entonces él en tono de súplica dijo:
1. Continúa, ahora no pares ya, segi segi mutil – musitó entrecortadamente.
Aquellas palabras que entonces no comprendía me animaron a seguir. Mis manos se extendieron por su cuerpo, que masajeé con fruición. Sus sobacos enmarañados se estremecían cuando jugueteaba con ellos pero nada comparado a lo que pasó después.
Le bajé la bragueta y sin sacarle sus partes le lamí el calzoncillo, le dejé toda la saliva de que fui capaz pero entonces Miguel se giró y se puso boca abajo. Aquello iba bien, mi polla me dolía, la presión sobre el pantalón era demasiada pero esperé. Le hice sentir mi rabo contra su culo a través del pantalón, moviéndolo contra él. Él dijo que lo hiciera, que tenía que seguir adelante y que tenía ganas de sentir de nuevo aquello dentro de él.
Quedé perplejo pero no pregunté. Le bajé bruscamente los pantalones hasta los tobillos pero no quería perderme el espectáculo. Fui a la ventana y la abrí, me di la vuelta y pude ver entonces aquello: un culo redondo como una rosquilla, prieto como un pancake y ¡cielo santo!, peludo como nunca había visto. Me arrodillé, separé sus glúteos y repasé su raja desde el perineo hasta la rabadilla.
Se estremeció sin dejar escapar un solo gemido.
Le propuse ir al lavabo. Le haría encantado un baño de asiento mientras exploraba su agujero. Se sentó en la cama, se puso de pie para subirse los pantalones pero no le dejé. Él no decía nada pero ocultaba su pene. Obedeció, le agarré de su mano y nos introdujimos en el baño.
La ventana era pequeña y daba a unos frondosos castaños que no dejaban pasar mucha luz. Aún así Miguel me dijo que corriera la cortinilla, cosa que hice sin rechistar. Reculó hasta el bidé y se sentó con las piernas abiertas. Me arrodillé delante de él y le besé de nuevo.
Esta vez mi viejo sí colaboró, movió su lengua como si nunca lo hubiera hecho antes, saltaba en mi boca, hacía piruetas con la mía enroscada en ella, abríamos y cerrábamos la boca dejando escapar un hilo de saliva que pronto sentí en mi mentón. Aquellos besos de agua hablaban por nosotros. Luego Miguel paró y separó más aún las piernas.
1. Tócame las pelotas. Ahora. Son tuyas. Haz lo que quieras pero hazlo ya, vamos… chaval… – se impacientó.
2. Bien, pero… bésame de nuevo – dije tranquilizándole.
Con su lengua en mi lengua estiré el brazo hasta toparme con un pene grande y grueso, aún semierecto, camuflado en un pubis muy peludo, simiesco. Exploré con mi dedo anular y corazón el bálano, acaricié su meato bajando hacia su escroto que colgaba diez o doce centímetros.
Aquellos testículos se bamboleaban como péndulos mientras en mi boca la danza continuaba. Un olor fuerte ascendía por mi nariz mientras ya en su culo mis dos dedos masajeaban su entrada despacio, apartando en su camino un ensortijado revoltijo de vello.
Miguel había sido capaz a tientas de encontrar el bote del jabón que me daba para que le trabajara su ano. Con un buen chorrotón en mi mano le unté bien su entrepierna, no sólo su agujero. Le froté adelante y atrás, deprisa y despacio. Miguel estaba enloquecido y yo sólo quería follármelo. La ternura se estaba disipando entre jadeos y con aquella sensación velluda entre mis dedos.
1. Levántate y ven – afirmé imperativo.
2. Dame la toalla – me dijo.
3. No, te quiero así, empapado. Así mi polla entrará suave y te haré sentir el cielo en tu culo.
Con la luz encendida pude ver cómo mi amigo sentía cierto pudor. Trataba de ocultar su rabazo con la camisa. Rápidamente me arrodillé y la engullí hasta que me dieron un par de arcadas.
La saqué y Miguel me pidió que siguiera. Pero quien mandaba era yo. Lo agarré del miembro y lo devolví a la cama. Él obedecía como un colegial, se tumbó y siguiendo mis órdenes separó sus carnes. Con ambos dedos índices agrandó su agujero para que la penetración fuese más efectiva.
Le di por el culo con tanta intensidad que los jadeos de mi abuelo se podrían oír fuera pero le daba lo mismo, a mí tampoco me importaba, le metí la polla hasta dentro, le aplasté mis pelotas con violencia contra su frontón y Miguel arqueándose como un felino que se estira después de la siesta separó sus piernas y me mostró aún mejor la entrada a su cuerpo, velludo, potente con dos muslos que parecían los de un toro, una espalda tan bien musculada en la mitad superior que bien podría sujetar un par más de tíos que fueran a encularle.
No me quedaba mucho para correrme pero él necesitaba un descanso, su pene se había empequeñecido. Entonces la saqué con cuidado pero le volteé y sin pedirle permiso me subí sus piernas a los hombros, me incliné hacia delante y le penetré sin pestañear.
Miguel acercó su cabeza y me besó, mordió sus labios y me miró como una puta vieja, encelada. Estaba desbocado. No podía imaginarme a aquel anciano casi, vendedor de quesos, que se estuviera comportando así, como un experto culo pasivo, cariñoso, que además despertaba en mí ternura y pasión por igual.
Los minutos corrían. Miguel colocó sus brazos estirados sobre su cabeza y me dijo entonces que sin sacarla me tumbara en la cama, que quería saber como sería cabalgar sobre mis lomos con mi polla enchufada. Con más habilidad de la esperada lo hicimos, separó bien sus piernas y con una sonrisa comenzó a subir y bajar.
Yo casi moría de placer, no podía mirarle pero esta vez él me obligó a hacerlo, y con un semblante serio se frotó su pecho osuno, estirándose los pelazos hasta arrancárselos. Aquello me desnortó y como un potro enfurecido le levanté por los aires mientras lanzó un quejido que se clavó en el techo. Luego vino otra embestida y una tercera.
La polla de mi viejo osazo era un ariete venoso, lleno de accidentes. Ahora era yo quien quería sentirla pero no lo consintió. Comenzó a sacar la lengua y a salivar, mojándose los labios y diciendo algo en euskera que no comprendí en absoluto. Cogió su polla y abrió la boca. Deseaba que me la metiera dentro y que le ordeñara apretando mis labios contra su húmedo glande.
Así que paré porque más excitante que seguir jodiéndole era cumplir sus deseos. La saqué con cuidado y me introduje su polla en mi boca.¡Qué placer! ¡Qué gustazo! Empezó a moverse el muy cabrón y aquel buen rabazo seguía creciendo.
Todavía no había llegado a su punto máximo de erección. Aquella felación me estaba costando. Miguel empujaba demasiado y un par de veces tuve que sacármela de la boca para decirle que tuviera cuidado. Enseguida comprendió que iba a ser mejor estar inmóvil. Eso sí que me ponía a cien. Un cuerpazo como aquel quieto como una momia, dejándose hacer. Mi osete me pidió tras medio minuto que parara, que iba a hacérselo ahí mismo y que no quería.
1. Ya vale, chaval, sigue como antes. Cuando me lo vaya a hacer quiero tener tu zakil en el culo. Mételo de nuevo y dale fuerte – suplicó.
Miguel había dejado su timidez en la cocina. Nuestro encuentro se tornó más previsible. Ahora se mostraba asertivo, más parecido a mis anteriores amantes, que casi siempre habían sido gente experimentada menos alguna que otra vez, que follé con jovenzuelos.
Ahora mi compañero de cama estaba más cerca de mí, mantenía la mirada y escrutaba mi cuerpo, adivinando qué habría debajo de la ropa. A petición suya me quité el chándal y clavó sus ojos en mi polla. No mostró ninguna señal en su cara que me dijera que aquello le parecía descomunal ni especialmente apetitoso.
Aunque el pastor ya había roto alguna barrera conmigo seguía impenetrable a la comprensión de un extraño. Con todo tirarse a un vasco más que maduro en su propio caserío era la cosa más placentera que jamás había experimentado.
Mientras esos pensamiento fluían en mí se la metí otra vez boca arriba, pero esta sería la definitiva, le agarré su cipote y empecé a masturbarle mientras le jodía el culo sin piedad. Ahora había sido más fácil, se había deslizado dentro hasta la base de mi rabo.
Mi abuelote ya sonreía y jadeaba sin cortarse un pelo, abandonado al placer. Su polla anunciaba fuegos artificiales y la mía iba camino de acabar el polvo de una manera bestial. Mi mano enloquecía, desatada, apretando el cipote y agarrando los pelos que caían sobre su base.
El dolor que le producían a Miguel aquellos estirones me volvían loco. Él no se quejaba. Mientras me lo tiraba con la otra mano le magreaba los glúteos prietos a pesar de la edad, curtidos en la dura labor de las hierbas, el amontonamiento de los helechos, el cuidado de la huerta.
¡Qué agradecido estaba yo a tanto trabajo casero, da gusto que uno recoja los frutos de esa forma! Miguel estaba ido, presa de un indescriptible placer, su próstata masajeada se lo agradecería.
Mi concentración en aquel agujero peludo no me impedía pensar en cómo y dónde me correría y así se lo pregunté a mi oso:
1. ¿Cómo quieres acabar? ¿Quieres correrte así, en mi mano? Dime algo, es el momento. Estás jodiendo como un profesional del porno, Mikel. Relájate más aún.
2. Sigue, sigue, sigue, no hables y dame por culo… Así… así… Ah… Ah… – exclamó.
Con la tercera exclamación Miguel calló, abrió los ojos y soltó tal escorrentía de semen que mis carrillos quedaron impregnados de aquel lechazo viscoso, caliente que empecé a saborear como una natilla. Muerto, Miguel no perdía detalle mientras sacaba mi lengua por la comisura de los labios intentando no dejar nada de aquel manjar.
Entonces untó su índice en mi cara y me introdujo el dedo en la boca. Aquello arrojó gasolina sobre mi motor que se había parado por unos instantes y empezó la marcha de nuevo. Esta vez con más ímpetu.
Separé al máximo las piernas de mi oso, las doblé contra su pecho y recosté todo mi cuerpo contra el suyo. Me apoyé en el pie de la cama –una tabla de roble de su misma anchura– y con todo el impulso de que fui capaz arremetí como un león contra el ano de mi pastor.
El alarido de mi amante me resquebrajó los tímpanos y aunque imploraba que parara lo repetí una vez más, saqué la polla de golpe y me corrí como un puerco sobre sus pezones, su cuello, su boca, su barriga. Me tendí sobre él y apasionadamente compartimos el semen de nuestras bocas mientras retozamos encima de la colcha.
Tras quince minutos de folleteo Miguel y yo nos tendíamos en la cama, mi cabeza sobre su pecho, su mano en mi polla, envueltos en sudor y semen, emborrachados de sexo y derrengados. Entonces mi oso se subió encima y me separó las piernas. Su pene seguía rezumando líquido seminal empapándome mi vello púbico. Me confesó que ya no podría hacerlo otra vez.
1. Tengo 62 años y estoy ya viejo. Una vez es más de lo que puedo soñar pero te juro que he pasado el mejor rato de mi vida.
En ese momento comprendió que yo le iba a preguntar algo, que necesitaba hacerlo. Sin embargo, su rostro me daba la explicación de por qué eso le agrediría. Hay cosas que quedan, cosas que van más allá de la intimidad que se desvela entre sábanas. Cosas que pertenecen al oscuro rincón al que somos fieles, al que volvemos para huir y no descubrirnos.
Cuando acabo este relato miro a mi cama y veo su cuerpo, esperando a que el velo caiga mientras en la mesa del comedor esperan un buen txakolí y una cuña de queso.