Hace un mes, en medio de esta pandemia y del encierro en el que nos encontramos, me topé en internet un anuncio que me llamó la atención. No recuerdo bien la página, pero el anuncio era ampliamente sugestivo: TELEVERGA, SU VERGA A DOMICILIO». Venía también un teléfono, junto con un eslogan que decía «calidad y discreción».
Yo me quedé un poco sacado de onda. ¿Qué sería? ¿una broma? ¿una estafa para robarte dinero?. Obviamente no me quise quedar con la duda y aunque el anuncio se parecía a uno de esas pizzas famosas que se encargan por teléfono, pero no pensé que tuviera nada que ver una cosa con la otra.
Tal que como uno es ignorante hasta que pregunta, decidí llamar al teléfono de dicho anuncio. Marqué el número, esperé tres toques, y al instante me contestó una voz femenina (aunque no parecía de mujer).
«TeleVerga ¿qué desea?» Me contestó una voz cálida y fina.
Yo me quedé en blanco, pesé a la tranquilidad que desprendía la persona del otro lado. Balbuceé algo y, como no se me ocurrió qué decir, pregunté: «¿qué tienen?».
Al instante comenzó a recitar, monótona aunque metódicamente (como si lo repitiese varias veces al día) una mezcla entre eslogan y menú de especialidades. «Caliente, durita y lista para comer» acabó. Podía haber pasado por una carta de pizzas, incluso de hamburguesas, pero por muy deprisa que hablara la voz, oí claramente cómo usaba la palabra «vergas».
En esa larga lista aparecían nombres tan comunes como exóticos, ofertas, menús, etc. Estaba la clásica, la especial de la casa, cow-boy, chef, hawaiiana, muy hecha… Mi desconcierto y la voz animándome a pedir me hizo optar por la clásica (lo primero que se me pasó por la cabeza). Aún no sé cómo, pero sí, hice un pedido.
Me preguntaron el tamaño: normal o grande. «Normal «. Después me informaron de una promoción 2 por 1 válida durante este mes. Consistía en recibir dos como había pedido, o consumía una y con un vale consumía la otra cuando quisiera en un plazo de una semana. También servía pagar un poco más y así tendría una normal y una grande. Elegí el vale.
«¿Qué olor quería para la salsa?» fue lo siguiente que me preguntó. De entre menta, barbacoa, de la casa o melocotón elegí menta. Después me pidieron dirección, y un teléfono de contacto por si acaso, a ser posible celular.
Lo último en acordar fue la forma de pago (tarjeta) y hora de entrega (siempre pido mis pizzas para las 9:30). Por último la voz me agradeció el haberles elegido y se despidió. Yo también lo hice, sin pensar ni en lo que había hecho (completamente inconsciente y automático) ni en lo que pronto me iba a suceder.
La tarde acabó. Anocheció y dieron las 9 y media. Yo ya había olvidado por completo la llamada que había hecho antes. Estaba bebiendo una cerveza mientras planeaba qué cenar cuando el celular me avisó que tenía un whats.
Decía el mensaje: «su repartidor de TV ha llegado.»
¿TV?, ¿Televisión? Entonces recordé que el logo de TeleVerga eran esas iniciales y un dibujo que «parecía» la punta de un dedo de perfil, con un auricular telefónico. Abrí la puerta de la calle con el portero automático (vivo en un tercer piso) y esperé.
Después de subir escaleras, llamaron a la puerta (la de arriba). La abrí. Era un joven alto y apuesto. Vestía una indumentaria similar a la de los repartidores de pizza: gorra y chamarra roja con el logotipo de la empresa, polo, jeans y tennis. Sostenía en sus manos una caja blanca como de pizzas, sólo que ésta era distinta: no estaba caliente ni olía a comida; y no era de cartón, sino metálica.
» Buenas noches», me saludó inexpresivamente. «¿Clásica con menta?». Asentí.
Me pidió pasar y yo le dejé; me preguntó dónde la consumiría. Miré hacia la cocina un tanto perplejo y curioso, así que se fue hacia allí. Entonces, dejó la caja en la mesa, se quitó la chamarra, se desabrochó el cinturón y se bajó el pantalón y la ropa interior.
Y me la enseñó.
Yo me quedé mirándolo asombrado. No sabía cómo reaccionar: un desconocido había entrado a mi casa a exhibirse.
«¿Usted ha encargado una polla, sí o no?» me preguntó con tono entre enérgico y cortés. Me sacó del trance cognitivo en el que había caído, y entonces comprendí.
«Ah, claro, eso es.» Pensé. «Calidad y discreción. Caliente, durita y lista para comer.»
Así que me dije «¿por qué no? El tipo está bueno.»
Asentí, me arrodillé ante él y bueno, yo nunca había probado una, así que siempre hay una 1ª vez para todo.
Se la tomé con una mano, abrí la boca y puse mis labios sobre su cabeza. La chupé como si de una paleta gigante se tratara: poco a poco y en pequeñas lametadas.
Noté mi tensión subir, mi pulso aumentar, y mi temperatura ir en progresivo ascenso. Aquello también aumentaba poca a poco, hinchándose y poniéndose cada vez más dura (como la mía). La verdad es que para ser una mediana como pedí me pareció más bien grande.
Yo comencé a cogerle el gusto, así que poco a poco me la introduje cada vez más hasta que mi perilla se enredó con su vello púbico. Miré hacia arriba, a ver qué hacía el repartidor. Éste tenía cierta cara apática, como si no disfrutase tanto como lo estaba haciendo yo, como si estuviese pensando en otra cosa que no fuese la mamada.
El calor se apoderó de mí. Mientras se la chupaba me desabroché la camisa, dejándome el pecho al descubierto. También me bajé los pantalones frenéticamente y me busqué la mía, mientras le comía la suya. Cada mamada la saboreaba, percibía su aroma, su sabor, su textura, su bouquet. Era algo placentero. Hay que ver lo que me había perdido hasta ahora.
Noté que me iba a venir, así que intenté acelerar el propósito. Pero de repente, él me sacó su miembro de la boca y me tocó la mano para que cesase mi masturbación.
«Un momento, que ahora viene el plato principal». Me avisó con su particular tono.
Abrió la famosa caja que trajo, y sacó un tarrito y una cajita. Abrió el tarro y metió un dedo. De él sacó una crema verdosa que olía a menta. Seguidamente, se untó con ésta parte de su pubis e ingles, e hizo lo mismo, a modo de masaje, con mis nalgas y mi ano. Me gustó mucho cuando su dedo rozó mi interior, me estremecí y todo.
También abrió la cajita. Habían condones. Se puso uno. Entonces, se tumbó en el suelo y me pidió que debía ponerme en cuclillas, con las rodillas lo más separadas que pudiese, descansando mis nalgas en su vientre y con éstas sacadas un poco hacia fuera. Eso hice.
Así que, con mis pies cerca de sus sobacos, y aguantando el equilibrio, el repartidor me metió su protegida verga por el ano. Yo lo noté en seguida; fue un dolor que me hizo gemir de placer.
Él subía y bajaba su pelvis potente pero acompasadamente, como buen profesional y entendido en la materia. A esto yo sólo podía responder con gemidos, a cual más irregular pero placentero. Tuve que agarrarme a una pata de la mesa porque la flojera que me sacudía era tal que me haría caer.
Así continuamos hasta que noté que mi dura verga se chorreaba. Instintivamente me llevé la mano a ésta, sin pensar en si había postre. Solté la leche, que se desparramó por entre la mano, y que cayó gran parte a mis calzones.
Después de esto, mientras me recuperaba de la cogida (y sin embargo él ni tan tranquilo), se «vistió» y sacó unos papeles: una factura de la consumición, un recibo de la tarjeta de crédito, un catálogo, menú con sus ofertas, y el vale canjeable del dos por uno.
«Bueno, yo ya he acabado.» Me dijo. «Espero que haya disfrutado.»
El repartidor se fue, no sin antes hacer ademán de pedir propina. Le dí un billete, no recuerdo de qué.
Y así fue la primera vez que consumí de TeleVerga. Una empresa de «ocio y relax» montada como si de comida rápida a domicilio se tratara. No había más que pedir, pagar, dar dirección y te lo traen a casa. Todo igual que en un restaurante de pizzas.
Bueno, todo no. El precio es lo único que no era igual (una cogida no cuesta lo mismo que una pizza)… pero tengo dos por uno. ¡Mañana mismo canjeo el vale!