En el vestuario, ante su locker, Ramón se secaba de los hombros las últimas gotas de agua tras la ducha. Le vi mirando un cartel publicitario pegado junto a su armario que mostraba una foto del Hércules Farnese. Sus ojos languidecían sobre la imagen como si reconocieran a un viejo amigo o a un familiar perdido.

En general, Ramón no era muy diferente de aquella representación de Hércules. Ramón era más pequeño, claro, pero su cuerpo ya maduro mostraba la misma determinación marcial en cada expresión de sus músculos. Su rostro barbudo y su mirada serena y decidida eran casi un reflejo del busto de aquella escultura. Sólo su cabello cortado a máquina le situaba en nuestro tiempo, en lugar de aquella época en la que se supone que vivió Hércules. Durante años habíamos practicado juntos el noble arte de la lucha greco-romana pero, mientras yo la había puesto en segundo plano para vivir otros aspectos de mi vida, Ramón no la había abandonado ni un solo día. Había pulido esa disciplina hasta la maestría. Y su cuerpo había acompañado ese esfuerzo creciendo y definiéndose en las hermosas formas inscritas por los dioses en el cuerpo de cada hombre, y que sólo el tiempo puede revelar. Viejo amigo ¿Hasta donde querías llegar?

Me acerqué a la armoniosa fortaleza de músculos que era Ramón y le cogí por el hombro, cerca de su cuello ancho. Se volvió alzando las cejas para atenderme, todavía recién salido de una ensoñación.

– Dentro de poco serás como él – le dije indicándole el cartel.

Ramón sonrió. Sus ojos marrones volvieron a la realidad y me contestó.

– No lo creo… Tu hijo sí que llegará lejos.

Aquel comentario me sorprendió.

– No te habrás dado cuenta… – continuó -. Cuando Marcos tenga nuestra edad será diez veces mejor que yo.

Se me llenó el pecho de orgullo; una sensación cálida que me erizó los cabellos de todo el cuerpo. Ramón dosificaba muy bien sus palabras y si un maestro tan diestro como él hablaba así de mi hijo, entonces no había lugar a dudas.

– Has criado un buen cabroncete – terminó.

Por el pasillo hacia las duchas del vestuario se acercaba el aludido, humeando todavía mientras el agua caliente se evaporaba sobre su cuerpo. Era verdad que el pequeño me había salido bien. Aunque ya no era tan pequeño, tenía veinticinco años. No sé cómo conseguí interesarle por la lucha, pero desde bien pequeño se unió a mí y a Ramón en nuestras prácticas. Había desarrollado un cuerpo estilizado de hombros anchos y cintura estrecha. Con los músculos todavía hinchados por el esfuerzo en la clase que habíamos terminado, parecía exactamente lo que era: una máquina fuerte y veloz de reducir oponentes. Su sonrisa confiada era sólo uno de los encantos de su hermosa cabeza, que lucía casi afeitada desde que volvió del servicio militar. Su vanidad juvenil y su físico le habían empujado a dejarse una perilla que le diera un aspecto agresivo, para compensar su mirada tierna.

– ¿Qué tramáis, vejestorios? – nos dijo sin ningún reparo en mostrar su orgullosa desnudez a nosotros y al resto de deportistas del vestuario.

– Estábamos hablando del campeonato nacional – mentí -. Ramón piensa que estás preparado para participar.

Ramón me lanzó una mirada de censura, como cuando éramos jóvenes y le avergonzaba bromeando a su costa delante de otros conocidos.

– ¿Me equivoco? – me dio la impresión de que había revelado algo que Ramón pretendía confiarme sólo a mi.

Ramón se retiró al banco donde tenía su ropa de calle y comenzó a vestirse.

– El chaval estará preparado cuando aprenda a esforzarse más – dijo, manteniendo su tono grave.

Marcos se rió.

– Ya puedo ganaros a los dos, claro que estoy preparado – alardeó mi hijo.

Ramón le miró directamente, con esos ojos implacables y a la vez compasivos que se ganaron mi amistad durante toda mi vida. Bastó con eso para hacerle callar.

– No le he dicho a tu padre que estés preparado – le cortó Ramón -. Le he dicho que podías ser mejor que nosotros a nuestra edad. No he hablado del campeonato. Por mi puedes participar, pero todavía no estás preparado.

– ¿Y cuándo crees que estaré preparado? – le retó mi hijo.

– ¿Quieres estar preparado? – contestó Ramón.

– Demuéstrame que no lo estoy.

– Ven el próximo miércoles dispuesto a luchar con todas tus fuerzas.

Marcos se extrañó por aquel desafío lanzado. Ni él ni yo estábamos acostumbrados a escuchar esa clase de retos de boca de Ramón. No era de los que medían su valía como luchador a través de las victorias. Pero aquella vez mi viejo amigo se mostraba muy severo.

Recogimos las cosas y marchamos a casa Marcos y yo. Mi hijo todavía vive con mi mujer y su hermano pequeño en casa. De camino, charlamos un poco sobre Ramón. Marcos parecía divertido por aquella extraña salida de su maestro en el vestuario. Confieso que yo también estaba algo sorprendido, pero no eché más leña al fuego. Ramón comprendía mucho mejor que yo la lucha y cómo enseñarla, y tendría sus razones.

Cuando llegamos a casa, una de las novias de Marcos estaba montando guardia delante de la puerta del edificio. Siempre había alguna. Mis amigos y yo bromeábamos sobre que a mi hijo nunca se le secaba el jugo de hembra del rabo. Era natural. Con aquel cuerpo y esa sincera jovialidad en su carácter, era irresistible. Condenado… Marcos se quedó en la calle hablando con su próxima presa.

Yo subí a casa. Cené algo suave y vi con mi mujer la película de la tele de aquella noche. Era aburrida, así que decidí llamar a Ramón para intentar adivinar las raíces de su comportamiento. Ramón me comentó que era verdad que le podía enseñar muy poco a Marcos, que lo que le faltaba por aprender era algo decisivo que el estudiante debía alcanzar por si mismo. Le pregunté qué era aquello que le faltaba por aprender. Como respuesta, Ramón me recordó que yo no había competido nunca y no podría entenderlo. A pesar de todo, me explicó que había una forma de acelerar aquel aprendizaje. Dijo que no era fácil y me preguntó si estaba dispuesto a preparar a su hijo para aprender aquella lección. Por mi orgullo paterno le adelanté que haría lo que fuese necesario para que mi hijo llegase a ser todo lo que podía ser.

– ¿Cueste lo que cueste? – me preguntó Ramón.

No supe que responder a eso. Sencillamente le dije que no hasta el punto de amenazar su vida o su integridad, pero que bien le había dado un par de cachetes cuando era pequeño, y tenía el derecho de padre de seguir dándoselos, aunque fueran otra clase de cachetes.

– Bien – concluyó Ramón -. No faltes el miércoles.

Aquella conversación me dejó intranquilo.

Ramón me había confesado muchas veces que Marcos representaba para él la posibilidad de darle un futuro a la lucha greco-romana. Que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario si el chico quería convertirse en ese futuro. Durante varios años, cuando Marcos era sólo un adolescente y en las clases de lucha a penas podía hacer otra cosa que rodar indefenso entre los brazos y el torso de Ramón, me preocupó que los gustos sexuales de mi amigo pudiesen afectar al crecimiento de mi hijo. Yo le confesé también mi preocupación a Ramón.

Él, herido en su amor propio ante mi falta de confianza, me reveló con los ojos brillantes y la cara enrojecida de ira que ciertamente amaba a mi hijo, que le quería con locura, física y espiritualmente, con la clase de amor que profesaban los antiguos filósofos. Y que su peor pesadilla era que ese mismo amor le separase de su ser querido. Por eso nunca se había tomado ninguna libertad con él. Marcos no sabía nada de los sentimientos que despertaba en su maestro. Tomaba su cariño por afecto paternal y por los fuertes vínculos que nacen entre maestro y alumno. Al fin y al cabo, Ramón y yo compartíamos su paternidad en la práctica. Éramos sus dos referencias masculinas principales.

Con el tiempo Marcos se hizo mayor y empezó a saber más de la vida. Me imaginé que no le había pasado desapercibido el hecho de que Ramón viviese sólo a pesar de su hermosura, incluso en sus cuarenta años, y que tenía pocas amigas. Decidí que todo aquello debería seguir su curso natural, y que no me interpondría mientras Marcos no se quejase. Ramón, por su parte, se portó como el maestro que era, disimulando su interés y ocultando sus erecciones ocasionales en las duchas o la sauna. Pero ¿A qué se refería con hacer todo lo necesario?

Para bien o para mal, el miércoles no tardó en llegar.

Me presenté en el gimnasio de Ramón antes de que llegara mi hijo. Encontré a mi amigo concentrado y serio, sólo en el vestuario. No había visto ni al recepcionista ni oía voces ni golpes de las otras clases de artes marciales que se daban en el gimnasio de Ramón.

– Les he pedido que suspendan las clases hoy, por motivos familiares – me informó Ramón.

También me comentó que había suspendido la clase para otros luchadores que no fuéramos nosotros, porque la pelea con Marcos no iba a ser una lucha agradable y prefería que no la vieran. Me asusté un poco al oír eso, pero Ramón me aseguró que no iba a ocurrir nada que Marcos no quisiera que ocurriera. Dicho esto, Ramón embutió su generosa dotación viril en unos boxers de malla y marchó hacia la sala de prácticas. 

Al poco rato llegó Marcos de la universidad, como si fuese un día normal y corriente. Con el tiempo y la confianza, Marcos le había perdido gran parte del respeto que le tenía a Ramón. Con el entrenamiento y la práctica, Marcos conocía la forma de luchar de Ramón y sabia bien cómo enfrentarse a él y hasta derrotarle. Habían llegado al punto en el que Marcos podía ganar más de la mitad de veces que los dos luchaban. A pesar de todo, yo conocía muy bien a mi amigo y sabía que ser entrenador no era lo mismo que competir. Supuse que Ramón quería demostrarle a Marcos que su suficiencia estaba injustificada, que todavía le quedaban muchos trucos por aprender antes de poder aspirar con dignidad a un título nacional.

Dejé a mi hijo cambiándose en el vestuario y fui a ver a Ramón al gimnasio acolchado. Allí, con el torso al descubierto, imponía con su sola presencia. Sus grandes y densos músculos no estaban allí sólo para hacer bonito y se notaba en la forma en la que se apretaban los unos contra los otros mientras los calentaba. La bruma rizada de vello oscuro por todo su torso, que muchas veces envidié, todavía no mostraba signos de humedad, aunque poco le faltaba para convertirse en una nueva piel negra y reluciente sobre su carne morena. Hacía mucho tiempo que no le veía luchar a pecho descubierto. Entonces le miré la cara y comprendí. Su mirada era la de un hombre concentrado y resuelto dispuesto a darlo todo. Sólo le había visto mirar así en la última competición que ganó. Nunca me expliqué por qué después de aquella competición decidió retirarse. Llevó los colores nacionales a lo más alto del podio en las competiciones europeas. Todo el mundo creía que el oro de los mundiales y de las olimpiadas de los próximos ocho años sería suyo. Pero a mitad del campeonato mundial, se retiró. Y ni siquiera iba perdiendo. Derrotaba a sus rivales en muy pocos segundos, con una ferocidad que no casaba con la serenidad de su rostro. Se retiró y se negó a dar explicaciones. La prensa deportiva le olvidó rápidamente. La lucha no es el ajedrez, no existen Bobby Fischers en ese mundo y a nadie salvo aquellos que le conocíamos bien y a algún periodista fanático pareció importarle aquella decisión que dejaba la lucha greco-romana sin uno de sus grandes nombres.

Pero ese día, el Ramón imbatible había vuelto y Marcos no lo tendría nada fácil, a menos que mi hijo fuese ya tan bueno como su maestro en aquella época. Ramón me miró con sus pacíficos ojos, implacables, esta vez, y supo que yo entendía.

Marcos apareció por la puerta con su sonrisa de héroe de cómic. Inocente e impoluta. Quizá hasta insolente. Me había costado muchos años sentirme cómodo con la idea de que mi hijo tenía más éxito con las mujeres que yo. Qué diablos, el crío me superaba en todo. Había cogido todo lo bueno de su madre y de mi sólo había sacado los cojones. Me costó reconocer que le envidiaba mal, con amargura. Pero con el tiempo aprendí a reconfortarme en su propia fortuna. Sin embargo, aquella sonrisa me devolvió una pizca de ese deseo amargo de que mi hijo fracasara en aquella prueba desconocida que Ramón le había propuesto.

– ¿Qué hemos de hacer hoy? – preguntó despreocupado Marcos.

Ramón abandonó sus ejercicios de calentamiento y se irguió para hablar con su discípulo.

– Hoy luchamos.

– Como siempre – le cortó mi hijo -. ¿Y qué?

– No – le dijo Ramón -, has confundido mis esfuerzos por hacerte mejorar con una lucha en firme.

– ¿Y crees que no puedo ganar igualmente, es eso? – le retó mi hijo, creo que sin saber en lo que se metía.

– Cuando te entreno me importas tú y tu progreso – le respondió Ramón -. En una lucha de verdad sólo me importa mi beneficio y en esas condiciones los motivos lo son todo.

– Pues vale, pues lucha en serio si quieres.

Me senté fuera del área de combate, esperando que aquello comenzase como una explosión, inesperada y rápidamente.

– Esto no va así, Marcos – le dijo Ramón -. No voy a luchar contigo nunca más, ni te voy a entrenar. He estado observándote en las competiciones que has librado, incluso en las que crees que nadie conocido te ha visto. Y no he visto a un luchador, sino a una representación de un luchador.

– Bueno, entonces sabrás que representación o no, gané todos los torneos – se quejó Marcos.

– Porque tienes un buen entrenamiento y buena disposición – le explicó el maestro -. Pero eso es todo. Para ti la lucha no significa nada y mientras sea así, nunca serás capaz de ganarme.

– Ponme a prueba a ver.

– Ya te he dicho que no volveré a luchar contigo.

– ¿Entonces a que viene todo esto, si no quieres luchar?

– Es que serás tú quien no querrá luchar conmigo – le dijo Ramón.

Marcos sacudió la cabeza. Era inteligente y aquella discusión le llevaba por caminos poco racionales para su estilo.

– ¿Pero qué dices? No te entiendo.

– Verás, yo sí que quiero entrenarte y luchar contigo, pero tú nunca vas a querer.

– Eso lo decido yo, ¿no? – Marcos empezaba a pisar terreno desconocido.

– A partir de hoy sólo lucharemos por algo que nos importe – le aclaró Ramón -. Si no estás dispuesto a arriesgar algo en la lucha, no me enfrentaré a ti.

– Ah, ¿y tú que arriesgas? – le preguntó Marcos volviendo a sonreír.

– Si me vences en un combate en el que los dos nos apostemos algo importante, yo cerraré mi gimnasio.

– ¿Pero qué dices? – se asustó Marcos – ¿Por qué tendrías que hacer eso sólo por perder contra mi?

– Porque tú también estarías arriesgando algo esencial en tu vida en esa lucha. Si mi apuesta no es tan alta como la tuya, la lucha no tendrá ninguna utilidad.

– ¿Y qué quieres que apueste? – accedió finalmente Marcos.

– Quiero que, si te derroto, me entregues tu cuerpo durante una hora – le propuso Ramón.

– ¿Qué quieres decir? 

– Lo que has oído. Tu absoluta entrega. No has de hacer nada, sólo entregarte y obedecer.

– ¿Y qué harás?

Mi hijo parecía tonto.

– En una hora destruiré las bases sobre las que sustentas tu identidad. Me saciaré contigo. Tu cuerpo será mi premio por poner toda mi vida y mis sueños en peligro.

– Espera – le dijo Marcos – ¿Estás diciendo que quieres sobarme o algo?

Marcos me miró, casi exigiéndome que interviniese, pero yo había seguido la conversación y me parecía totalmente lícito.

– Puedes negarte a luchar – le expliqué -. Él no te está obligando a nada. Sólo te dice que si quieres medirte con él en serio, que si quieres ganarte su respeto, debes apostar algo esencial para ti en una lucha. Yo no lo haría, pero quién sabe, igual hasta le ganas.

– El espíritu es la esencia de la lucha – añadió Ramón -. Serás siempre un luchador hueco si no sabes lo que es darlo todo en una pelea.

– Ya veo…

Aunque Marcos seguía ofreciendo su apostura orgullosa, no en vano era un excelente luchador, su rostro y su pecho enrojecieron de ira al ver su habilidad y su compromiso cuestionados.

– Si por mi fuera te haría sentir el terror de tener que luchar por tu propia vida – le dijo Ramón -. Pero no le deseo esa sensación a nadie. A pesar de todo, te conozco bien. Sé que la idea de perder apostando tu cuerpo te aterra igualmente.

Ahora entendía mejor a Ramón. Yo nunca había competido a su nivel, no sabía la clase de terreno emocional en la que él había desarrollado sus combates. Me pareció bien que intentase hacerle comprender a mi hijo que la lucha es algo más que entrenar para tener un cuerpo y un prestigio con el que atraer a las niñas. Pero lo que pasó a continuación me sorprendió.

– De acuerdo – dijo Marcos -. Pero quiero que lo dejes bien claro. Si no me ganas, dejarás la lucha. Y nada de árbitros. Se gana cuando el otro ya no pueda luchar.

– Me parece justo. Lucharé contigo si accedes a las condiciones que ya te he mencionado – respondió Ramón, respirando profundamente -. Jura tu compromiso y podemos empezar.

– Lo juro, sí.

Desde el primer momento, Ramón entró en un estado de concentración todavía más profundo que el que le había observado al entrar en el gimnasio. Su cerebro parecía atenazado al presente, no había nada más en el mundo que aquel círculo acolchado y su rival. Pude sentir la intensidad de su voluntad. Me eché levemente atrás sin advertirlo. Mi hijo también percibió algo de esa fuerza, pero estaba enfurecido, atrapado entre su orgullo y su miedo.

La lucha duró poco.

La musculatura velluda de Ramón restallaba al chocar con el cuerpo de mi hijo, que ponía en práctica su habitual despliegue de técnicas. Marcos conocía perfectamente los puntos débiles de su maestro y, a pesar de eso, Ramón esquivaba sus trampas por pura fuerza de voluntad. El desaliento hizo el resto. En cuanto Marcos descubrió que sus recursos técnicos no tenían efecto en Ramón, ni siquiera pensó que su maestro estaba gastando sus últimas fuerzas y que podía vencerle si le agotaba durante un par de minutos más. Sencillamente se bloqueó y sus hombros tocaron la lona. Pero aquello no era un combate al uso y aquello no terminó ahí. Ramón le estranguló el cuello con sus gruesos brazos, tensos y venosos, y le hizo sentir la indefensión de una víctima.

Mi hijo gritaba, haciendo fuerza para liberarse, pero era demasiado tarde. Sus ojos, antes orgullosos, rodaron y finalmente se cerraron, huyendo de la mirada penetrante de Ramón. Su espíritu se había quebrado y, aunque no quería reconocer su derrota, su cuerpo le abandonó.

Ramón le dejó caer al suelo para que recuperase el aliento. Me sobrecogió ver, al caer mi hijo, que Ramón tenía una tremenda erección que deformaba sus apretados boxer. El maestro aspiró hondo y emitió un rugido triunfal propio sólo de aquellos que han salvado la vida en el último instante. Hasta que no oí aquel grito que le salía desde los cojones, no me di cuenta de lo en serio que se tomaba mi amigo aquel ejercicio. Supe que en realidad se había apostado lo que daba sentido a su vida.

Marcos seguía en el suelo, casi en posición fetal, respirando de nuevo, con pocas ganas de saber lo que iba a suceder después.

Ramón estaba exultante, su ancho pecho velludo emitía destellos de luz robados por su sudor a la estancia. Sus abdominales, macizos y definidos por el esfuerzo, sacudían la alfombra de vello que los cubría. Ramón no perdió ni un segundo. No sentía ninguna vergüenza por sus deseos. Se bajó los pantalones y descubrió su hombría medio erecta con su par de cojones afeitados que ascendían y descendía mientras él respiraba. Los diecisiete centímetros de gruesa carne ribeteada de venas gordas y oscuras se curvaban hacia mi hijo, ganando vigor y altura por momentos.

Marcos no quería mirar lo que Ramón le ofrecía. Rehuía el contacto visual, cohibido. Ramón aferró el pescuezo de su discípulo con su manaza derecha, temblorosa por la tensión acumulada y el gozo de la victoria. Lo reincorporó sobre sus rodillas y le orientó hacia el colchón oscuro de vellos púbicos que remataban la base de su falo.

– Chúpalo.

Marcos cerró los ojos, haciéndose el sordo.

– Has perdido, mámame el rabo.

Marcos no se movía. Ramón cambió de mano. Le cogió el cuello con su mano izquierda y le abofeteó con la mano derecha en la mejilla. Marcos gruñó un poco. Ramón apoyó el grueso prepucio medio descorrido de su bálano sobre los labios de mi hijo. Al sentir el fuerte olor que el macho adulto desprendía por su miembro viril, Marcos reaccionó un poco y apartó su mejilla a medio afeitar. Ramón le volvió a pegar en la mejilla.

– ¡Chupa, cabrón! – le ordenó con urgencia masculina.

Aquello me sacó de mis casillas. Marcos había perdido, sí, pero aquello iba a terminar en tortura. Me levanté rápidamente, me acerqué a mi amigo y le empujé con una mano para que dejara en paz a mi hijo. Ramón ni se inmutó, no se opuso ni mostró sentimientos de queja, se quedó mirándome a mi y a Marcos, con su hombría reluciente, enhiesta, exhibiendo toda su fortaleza ante nosotros, sin descender un ápice.

– Levántate – le dije a Marcos –, nos vamos a casa.

Cogí a mi hijo por los tirantes de su traje para ayudarle a caminar pero, por alguna razón no parecía facilitarme su rescate. Pensé que estaba todavía aturdido. Los estrangulamientos en el cuello a veces lo dejan a uno medio inconsciente.

– ¿Estás bien? – le pregunté -. ¿Qué te pasa?

Marcos se puso en pie, todavía con el espíritu sometido, pero despierto.

– Déjalo papá – me dijo -. Tiene razón. Si no aprendo a hacerme cargo de mis derrotas, nunca sabré por qué peleo.

– ¿Qué? – aluciné – ¿Sabes lo que quiere hacerte? ¿Es que no sabes que lo que lleva toda la vida esperando poder hacerte?

– Si, ya lo sé, y no me gusta. Pero tenía razón en lo que decía y yo he peleado voluntariamente.

Ramón cruzó los brazos sobre el pecho, ansioso porque llegáramos a una conclusión, aunque pude leer en él un gesto de satisfacción.

– Si salgo por esa puerta – me dijo Marcos – no podré volverme a considerar un luchador de verdad nunca más.

Me quedé sin habla. No sólo por lo que decía, sino porque reconocí en su joven rostro la gravedad de mi amigo de cuando los dos éramos meros iniciados en la lucha. Entonces me di cuenta de lo parecidos que eran Ramón y mi hijo.

– Anda, vete a casa – me pidió mi hijo.

– Qué cojones, yo no me voy – le dije, ofendido.

Como si alguna vez hubiese aceptado órdenes de mi propio hijo.

– Que se quede si quiere – intervino Ramón -. No cambiará nada.

Marcos me dejó y anduvo cabizbajo hacia su maestro, que le esperaba con su falo goteando. Un hilo grueso de fluido cristalino colgaba del ojo de la punta del mástil de carne, vibrando al son de los latidos del corazón de Ramón.

Marcos llegó a su altura, esperando órdenes. Ramón se acercó a él, mirándole con orgullo le cogió por las sienes y le dio un beso en la boca. Marcos cerró los ojos ante la invasión de sus labios. Ramón lamió el bigote y la perilla de su joven aprendiz, recorriendo su cabello cortado al uno con las palmas de sus manos. Tras ese leve prólogo, Ramón retiró las tiras de los hombros del traje de Marcos revelando su torso fuerte y definido, apenas cubierto de un fino vello desde el centro del pecho hasta el pubis. Luego Ramón presionó a Marcos por los hombros para comunicarle que debía volver a ponerse sobre sus rodillas.

Ramón lo situó a la altura de sus genitales y miró a Marcos con dureza, invitándole a engullir su falo, que volvía a presentarse ante su cara con su apreciable aura de calor.

Marcos perdió valor y cerró los ojos. Ramón refregó sus enormes cojones rapados por la barbilla y la nariz de mi hijo. Se los restregó por las cuencas de los ojos y por sus perfectas cejas rectas mientras se sacudía el rabo y jadeaba ruidosamente, más por la excitación que por el cansancio del ejercicio. El contacto del suave escroto del maestro sobre su cara no debía parecerle desagradable a mi hijo, porque se relajó un poco y se permitió respirar mientras Ramón le perfumaba la cara con su sudor varonil.

Desgraciadamente para mi hijo, el relax no duró mucho porque seguidamente su maestro le estaba paseando su pringoso bálano por los labios. Marcos cerró los ojos con fuerza al notar el fluido viscoso fruto de la excitación del enorme hombre que manaba de aquella cañería de carne. Ramón le abofeteó levemente.

– Mírame – le ordenó -. Mírame, te he dicho.

Marcos abrió los ojos. Se apoyó con sus manos en los gruesos muslos musculosos de Ramón. Vio la mirada de su maestro clavada en él y supo que tenía que obedecer pese a la repugnancia y el miedo que sentía.

Con timidez, permitió que el miembro viril de Ramón cruzase el arco de sus labios. Mi amigo tensó sus glúteos peludos y empujó su ariete palpitante hacia el interior de la cabeza de mi hijo. Una vez dentro, probó la resistencia de las paredes de esa boca presionando con la punta de su falo. Mi hijo, que nunca se había metido nada tan grande en la boca, estuvo a punto de ahogarse y vomitar cuando Ramón le presionó la garganta, pero el maestro controló muy bien sus envites y lo mantuvo todo el rato poseído y dominado.

Yo me desesperaba desde el borde de la cancha viendo como mi amigo se follaba por la boca, sin piedad, a mi hijo. Lo que me exasperaba no era ver como el enorme oso musculoso, como un Poseidón furioso, estrujaba su rostro barbudo en expresiones de gozo, disfrutando porque su cuerno de mear se rozaba con la lengua y la garganta de mi hijo. Eran los gemidos ahogados y angustiosos de cuando Marcos se asfixiaba o sentía que le venía una arcada y Ramón no le dejaba escupir la polla de su boca.

Mientras embestía, me miró sonriéndome y me dijo entre espasmos de placer:

– ¿Te pones nervioso? Pues luego me lo follaré por el culo, vete si no quieres verlo.

Cuando Ramón dijo eso vi que a Marcos se le escapaba una lágrima por los ojos.

– Muy bien, machito, sigue mamando así, como un ternerito – le indicaba Ramón -. Ahora no te asustes. No te lo tragues, pero no lo escupas…

Marcos no entendió al principio lo que su maestro le decía, hasta que del carnoso pistón de carne que le penetraba el rostro surgió zumbando una nube de esperma dulzón y salado que le llenó la boca. La copiosa semilla de macho en celo le rodeó la lengua e inundó toda su cavidad bucal mientras el hombre seguía empujando y retirando su miembro, bufando como un caballo o un toro.

Los ojos de Ramón se abandonaban al éxtasis mientras los de mi hijo se abrían de incredulidad, a medida que los disparos de su maestro le llenaban la boca más y más de leche.

– Ya se acaba… – logró decir Ramón, medio riéndose.

Los pezones del maestro se endurecieron y su rostro se enrojeció. Estaba claro que hacía meses o años que no se corría de esa manera: tan temprano y con tanto espesor. Ramón retiró su falo de la boca de su discípulo, todavía enhiesto y orgulloso, vestido como de clara de huevo. Sus testículos como mandarinas se bambolearon, ufanos, casi sin acusar el esfuerzo de la eyaculación, y sin duda produciendo más esperma para un nuevo asalto.

– Así, no lo escupas…

Ramón reincorporó a su discípulo, que le evitaba el contacto visual. El maestro le besó en los labios e invadió su cabeza con su lengua. Marcos se veía incapaz de respirar y a la vez retener la semilla de su maestro en la boca. Ramón recuperaba parte de su semen de la boca de Marcos, pero le asfixió intencionadamente para notar la angustia de su aprendiz cuando se vio obligado a tragar el esperma. Observé aterrado como su cuerpo se convulsionaba e intentaba escapar al notar como la lefa le resbalaba por la garganta hacia el estómago y le embarraba todo el cuello. Vi su nuez ascender y descender, señal inequívoca de que Ramón se había impuesto finalmente. En medio de aquella angustia de asfixia Marcos tosió sin querer algo de la esperma de Ramón, que quedó atrapada entre el rostro barbudo del maestro y la perilla corta de mi hijo.

Ramón sonreía con una expresión dulce que no le había visto jamás. Marcos goteaba semen por su barbilla, colgando de los vellos de su perilla.

– No te limpies – le ordenó Ramón.

Luego Ramón desnudó a Marcos completamente y le obligó a sentarse en la cancha. Marcos se puso más nervioso, porque entonces pudo ver que aquello no iba a terminar con su cara bañada en la lefa de su maestro. En comparación con los de su maestro, sus huevos grandes y jóvenes colgaban tímidos, acobardados entre sus grandes muslos depilados que mostraban todos sus vasos sanguíneos, como enredaderas. Ramón no pudo evitar ponerse a lamer y besar esas gruesas venas durante unos minutos. Marcos le miraba chupar, aterrado, vulnerable, con las piernas abiertas exponiendo los órganos que tenía en más estima. Ramón ascendió hasta raíz de las piernas, donde el olor a macho era más intenso y lamió el escroto de Marcos. Éste sintió como la fuerte lengua de su maestro rodeaba y palpaba cada milímetro cuadrado de sus testículos, incluso en el nacimiento de los conductos que los mantenían unidos a su abdomen. Notaba algo parecido a dolor, pero no era un dolor que le impulsara a huír.

Finalmente Ramón se levantó. Me miró y me dijo sin piedad:

– Voy a abrirle el culo después. Si quieres puedes prepararle para que no sangre.

Dicho esto se levantó, fue a buscar su bolsa de deporte que estaba en una esquina del gimnasio. Sacó un tubo de crema y lo lanzó cerca de Marcos, que no entendió nada. 

Mientras Ramón recuperaba fuerzas tras el combate y su primera corrida, tomando un refresco, me quedé mirando a Marcos, yaciendo en el suelo, que todavía luchaba con la extraña sensación que le había dejado el semen en su boca.

Me acerqué a él y le dije que se estirara boca abajo. Sabía bien lo que es ser penetrado. Antes de que naciera Marcos ya había probado alguna vez todos los placeres que el cuerpo puede ofrecer y recordaba bien lo doloroso que podía ser si no te preparaban bien la primera vez.

Marcos yacía tendido, inerme, sollozando aunque no quería que lo viera, mientras mis dedos enguantados en lubricante separaban sus glúteos buscando su ano. Vencí la leve resistencia de su culo y me abrí paso en su recto con dos dedos, notando un estremecimiento alrededor de mi mano. Toda aquella armadura de músculos forjada tras tantos años de entrenamiento no le habían servido para vencer a su maestro. Ya no le quedaba el mínimo orgullo para levantarse y defender su virilidad. Ramón dispondría de su cuerpo como un león que tras una lucha a muerte con su presa se da un festín. Aquel orgulloso cuerpo que había sido cabalgado por tantas hembras, sería violado sin piedad y sin posibilidad de retribución. Le metí lubricante hasta en el interior del recto. Su culo era un hoyo mucoso y resbaladizo. Eso era todo lo que pude hacer por él. En seguida noté el olor ácido del sexo de Ramón cerca de mí y su mano me indicó que ya era suficiente. Por el aura de calor que emanaba de su cuerpo peludo, supe que mi amigo estaba disfrutando de aquello. 

– Sal de la cancha – me ordenó.

Le obedecí a regañadientes. Le vi arrodillarse entre las piernas separadas de mi hijo. Le cogió las piernas por los tobillos y le dio la vuelta. Marcos se tapaba los ojos con sus fuertes brazos, intentando ocultar sus lágrimas. Ramón lo trajo hacia si, cogiéndole de las rodillas, como quien maneja un fardo. Le apartó los brazos de la cara, inmovilizándolos por encima de su cabeza. Marcos volvía a mirar como un niño pequeño que se ha lastimado y sangra por primera vez, buscando a su madre para que le lama la herida. Sobre él, el inmenso continente de virilidad que era el cuerpo de Ramón, con sus valles y bosques de vello sombrío, pendía sobre su joven cuerpo. Ramón permanecía serio, nada en su expresión negaba lo que iba a ocurrir. Sin embargo, en su mirada paternal sí había un brillo de cariño. El rostro barbudo de Ramón descendió sobre la cara de Marcos y le lamió las lágrimas y los ojos cerrados.

– Tranquilo, hermoso cachorro, sólo te dolerá al principio… – le dijo en una voz firme pero que a penas alcancé a oír.

Marcos lloró un poco al oír eso. Ramón le separó las piernas con su propia cintura e hizo que el voluminoso saco de su escroto se deslizara con el contenido del escroto de mi hijo. Así restregó también su miembro viril completamente desplegado por el bajo abdomen de mi hijo, empapándolo de jugos seminales. El suave mecerse del contoneo pélvico del maestro tranquilizó a Marcos, que normalizó su respiración y la acompasó con los ensanchamientos de la caja torácica de Ramón. El contacto de sus testículos con los de su maestro parecía hipnotizarle. La abrumadora virilidad de Ramón extendida sobre su abdomen, que le presionaba hasta el ombligo, ya no le hacía revolverse.

– Tranquilo… – le volvió a susurrar -. No es un deshonor…

Ramón abrazó a Marcos por todo el torso, cubriéndole con su calor y levantó su musculoso culo velludo para posicionar su tronco viril de camino a su objetivo. Ramón se irguió un poco sobre sus brazos para facilitar su maniobra. Marcos sintió como la punta del ariete de Ramón presionaba contra su ano y casi se colaba por efecto del lubricante. Al notar el cuerpo extraño intentando introducirse en él, Marcos reaccionó y cerró su esfínter, lo que le proporcionó un aguijonazo de dolor que le arrancó un gritito.

– Shh… – le tranquilizó Ramón – Ábrelo… Ábrelo bien…

Ramón dio su primer síntoma de clemencia penetrando a mi hijo con suavidad y paciencia. Empujaba con ritmo lento y aumentando la profundidad milimétricamente en cada asalto. Marcos abrió los ojos como platos, sintiendo por primera vez que aquello le estaba ocurriendo a él. Que le estaban reventando el culo y no se detenían. Como un joven soldado que orgulloso se ha entrenado y entregado, que ha jurado toda su sangre a la patria sin tomar conciencia de su propia muerte hasta notar la primera puñalada del enemigo en sus entrañas. Demasiado tarde para pensar en dedicar su vida a algo más constructivo. Marcos emitía unos aullidos breves de verdadero dolor cada vez que era ensartado. De repente todos los chistes de maricones que había oído o contado viraban hacia él, como veletas acusatorias del cambio del viento. Su hombría sangró dos últimas lágrimas hasta que Marcos comprendió que aquel era su propio fin, que no volvería a erguirse orgulloso sobre sus talones. Ramón, implacable se abría paso en su cuerpo ultrajando sus entrañas y su honor en un mismo movimiento.

– Shh… Calma… Ya está…

Un sonoro palmeteo anunció que finalmente los gruesos cojones del maestro de lucha habían topado con el firme trasero de Marcos. Ramón retiró completamente su falo del interior de mi hijo embistió fuertemente sin penetrarlo un par de veces y volvió a hendirse en el cuerpo de Marcos, lentamente. El siguiente grito de Marcos fue grave. Marcos se quedó paralizado. Ramón se tumbó encima de él y le abrazó por la cabeza mirándole fijamente con sus ojos, marrones y sinceros, emanando orgullo.

– Cachorro valiente… – le dijo.

Marcos permanecía con los ojos abiertos, con la respiración entrecortada mientras sentía la enorme hombría de Ramón alojada en lo más hondo de sus entrañas.

– ¿Así está bien? – le preguntó Ramón.

Marcos no respondió con voz pero sus ojos se cruzaron por primera vez con los de Ramón, y él lo notó y su abrazo se volvió más tierno. Hasta los muslos del joven se relajaron y cayeron a los lados, facilitando la invasión del maestro.

Los envites de Ramón se hicieron más poderosos y exigentes hasta el punto de alzar la cintura de Marcos en cada empuje. Los gemidos agudos habían sido substituidos por resoplidos viriles. Ramón entregaba toda su hombría en su cópula, lastimándose sus propios huevos, encadenado al placer que le sumergía con su peso en los esfuerzos más varoniles. Marcos acusaba la sensación de estar siendo empalado y sus pulmones se vaciaban como si la presión en su interior le llegara hasta el estómago. Ramón miraba con orgullo a su discípulo, sin detener su asedio, vertiendo desde todo su busto gotas de sudor sobre el pecho calvo y la cara de Marcos. Ramón se había dado cuenta de que Marcos estaba disfrutando de la penetración. Retiró por completo su falo y Marcos gimió desesperado al notar el vacío en su interior. Con sus ojos le imploró que volviese a llenar aquel hueco que poco a poco se iba cerrando. Ramón le premió con lo que deseaba. Se introdujo de nuevo en su discípulo con un fuerte empellón y repitió la maniobra.

– Putito… – le decía, enardecido por su triunfo – Te gusta… No luches… Sé que te gusta…

Ramón notó algo en su vientre y se irguió sobre sus rodillas, todavía empalando a Marcos y me dijo desde el fondo del abismo de placer en el que se encontraba:

– Mira a tu hijo lo macho que es…

Efectivamente, el miembro de mi hijo desplegaba sus viriles dimensiones y sus cojones, tan grandes y obedientes, ascendían a ambos lados del mástil dispuestos para destilar su fértil esperma.

– No puedes escapar del placer, putito… – le decía Ramón -. Estamos diseñados para esto también…

Ramón repetía sin parar sus tremendas puñaladas. Se retiraba completamente de Marcos y lo volvía a ocupar clavándose con todas sus fuerzas hasta que sus testículos le dolían. Ramón volvió a tenderse sobre su presa y reinició su mete y saca violento, dispuesto a llegar al final inevitable de aquellos esfuerzos. Marcos recibió aquel nuevo asalto con los ojos muy abiertos, implorantes. Ramón le pasaba la barba por toda la cara mientras le follaba.

Supe más adelante que en aquellos momentos a Marcos le parecía estar siendo violado por un poderoso dios griego y que su semilla ardiente iba a ser un regalo, un premio que quedaría siempre dentro de él. El voluminoso y cuadrado culo velludo de Ramón amartilló la pelvis de Marcos mientras su vigorosa espalda se arqueaba. El valle de su columna vertebral evacuaba un río de gotas de sudor hacia sus glúteos peludos. Ramón empezó a proferir obscenidades mientras su cuerpo se estremecía ante el inminente orgasmo.

– Mi cachorro… Toma leche de papá…

La naturaleza tomó el control del organismo del maestro y supe al verle temblar que mientras embestía estaba inyectando en el interior de Marcos, a trallazos, litros de esperma. Marcos gimió al notar como el cuerno dentro de sus tripas se ensanchaba rítmicamente para bombear el semen. El ruido que hacía ahora Ramón al entrar en mi hijo era el de un chapoteo sordo. El cuerpo del maestro, reluciente por el sudor, se detuvo al fin para recuperar aire. Ramón abrazó a Marcos, sin salir de él, abrigándole con su enorme torso velludo y duro. Ramón le besaba el arco de las cejas, agradecido por aquella entrega, pero Marcos le dijo algo al oído, algo que no escuché bien. Entonces fue cuando por primera vez vi a Ramón sorprendido. Fue él quien abrió los ojos e, inmediatamente, se irguió sobre las rodillas y continuó su follada. Observé aterrado como el ano de mi hijo, completamente abierto, evacuaba goterones de semen mientras era bombeado por la polla de Ramón. El maestro le puso esfuerzo y nervio. Su falo, todavía duro, seguía horadando las vísceras de mi hijo, que gemía como un niño mientras su miembro viril, caído como una morcilla sobre su vientre terso y abombado por el esfuerzo, palpitaba anunciando tormenta… Efectivamente, los testículos de Marcos ascendieron antes de que de su polla surgieran varias cuerdas de leche que se extendieron por todo su pecho, hasta la garganta, empapándole de semen.

Ramón detuvo su asedio y se volvió a tumbar encima de su discípulo, pringándose todo el vello pectoral con la corrida de Marcos. Permaneció un rato así y luego desenvainó su miembro todavía amorcillado, del trasero de Marcos que, tras la violación, pudo al fin descansar sus rodillas.

Ramón estuvo abrazado a él un buen rato acariciándole la espalda con sus manazas. Tras la corrida, Marcos había recuperado la consciencia de si mismo y permanecía quieto, con los ojos cerrados, sollozando. De sus generosos glúteos apretados manaba aún la esperma de Ramón manchando la cancha azul. Las manos del maestro aprovechaban para sobar todos los músculos de su alumno, recreándose en su redondo culo macizo, que separaba para poder mancharse las manos de su propia semilla.

Ramón agotó lo que le quedaba de hora acariciando y masajeando a Marcos, limpiándole el cuerpo de los jugos de macho con los que se habían cubierto, sudor, semen, saliva…

Marcos luego se duchó con Ramón y luego marchamos a casa. Ramón le dijo que había cumplido su palabra como un hombre, y que no esperaba que él y Marcos fueran amigos después de aquello, pero que se había ganado su respeto.

A pesar del calibre de Ramón, gracias al lubricante y a la paciencia del maestro, Marcos no tuvo ningún dolor posterior. Marcos se quedó varios días encerrado en su habitación. No hablaba con casi nadie y temí que su sonrisa se hubiera esfumado para siempre. Mi hijo sabía que no asistir a los entrenamientos sería una cobardía, así que volvió al gimnasio como si nada hubiera ocurrido. Ramón y él se mantuvieron distantes, intentando adivinarse el pensamiento el uno al otro. Las chicas que montaban guardia en la puerta de casa no llegaban a entrar en la habitación de Marcos, y si lo hacían, salían frustradas y confusas. Entendí que Marcos había perdido su potencia juvenil. Había algo que le poseía y le impedía disfrutar de la vida.

Hablé con Ramón, le comenté cómo estaban las cosas y me dijo que no hiciera nada, que el chaval estaba reconstruyéndose a si mismo y no era bueno intervenir en un momento tan voluble. Le di a mi amigo el beneficio de la duda. A pesar de todo, siempre sabía lo que se hacía cuando se trataba de educar luchadores y Marcos no podía ser tan frágil como para romperse por aquello. Me enfadé un poco con mi amigo, pero él me recordó que todo aquello había ocurrido con mi aprobación y, más importante, con la aprobación de Marcos. Pero yo me preguntaba qué clase de frutos daría aquello.

Tres semanas después, Marcos se clasificaba para el campeonato de España. No lo vi, y Marcos no me habló de cómo le fue. Sólo me dijo que se había clasificado. Sin embargo Ramón, que se había colado en la competición como espectador, me comentó por teléfono que Marcos se había convertido en un verdadero luchador. Tuve que esperar hasta el verdadero campeonato para ver lo que quería decir Ramón con aquello.

Efectivamente Marcos luchaba con una ferocidad inédita. Nunca le había visto tan concentrado en sus movimientos. No había ni asomo de ego en su forma de tratar al contrario, sólo pura técnica y una voluntad inquebrantable de vencer. Siempre le había visto luchar con cierta chulería, como si interpretara un papel. Pero esta vez no se preocupaba por lo que la victoria significaba para él. Sencillamente buscaba vencer. No perdía ninguna oportunidad que le dieran sus rivales. Estaba en un estado de trance. Derrotó al último de sus rivales con facilidad y fue proclamado campeón nacional. A pesar de su triunfo, volvió confuso a su lugar, con su entrenador.

– Ahora entiendo por qué lo hiciste – le dijo a su maestro.

Al principio pensé que aquello lo dijo por aquella apuesta que Marcos perdió. Años más tarde descubrí que se refería a por qué Ramón abandonó la lucha.

Tras aquel campeonato Marcos recuperó su vigor. Las chicas volvieron a empapar sus sábanas y a cabalgar en su polla dura. Un mes después Marcos se atrevía a retar de nuevo a Ramón. Quería la revancha. Volvieron a apostarse cosas. Marcos exigió que Ramón se apostara su cuerpo para poder vengarse violándole. Ramón le dijo:

– No sería justo. Eso quiero que lo hagas sin necesidad de luchar.

Las apuestas fueron las mismas, el cuerpo de Marcos contra el gimnasio de Ramón. La lucha fue épica. Yo esperaba que, con su nuevo talento, Marcos derrotaría a Ramón, pero la cosa no fue así. Lucharon con muchísima concentración y una fuerza jamás vista. La cancha quedó encharcada de sudor. Pero en el último momento Ramón consiguió imponer su estilo y tuvo que estrangular a Marcos hasta la inconsciencia para vencerle. Cuando reanimamos a Marcos volvió a su estado anterior a su victoria en el campeonato nacional.

– ¿Por qué no te he ganado? – le preguntó Marcos, temiendo que volvería a tener que entregarse.

– Pues porque tengo más experiencia y sé sacarle provecho – le contestó Ramón -. Pero estoy satisfecho. No te has rendido en ningún momento y has peleado al máximo. Serás el mejor de tu generación, lo demuestres o no. Te dispenso de tu promesa.

Ramón ayudó a levantarse a su alumno.

– Ahora ya no necesitas más clases – le dijo Ramón.

– ¿Y con quién ibas a pelear tú si me voy? – le preguntó Marcos – ¿Con mi padre?

Los dos se rieron a mi costa sabiendo que yo ya no representaba un reto para ninguno de los dos. Podían ganarme con la décima parte de la concentración que empleaban cuando luchaban entre ellos. Cuando se enfrentaban llegaban a un territorio que sólo conocían ellos. Alumno y maestro se abrazaron como si fuera la primera vez que se veían tras un largo viaje.

Ya en la ducha todos reímos como de costumbre. Marcos y Ramón se tropezaban entre las duchas, molestándose y cerrándose el paso, consciente o inconscientemente. Al final Marcos se atrevió y metió una mano entre las nalgas cuadradas de Ramón. El maestro no se asustó. Se siguió enjabonando mientras Marcos le buscaba el ano con los dedos. Ramón le miró con ojos brillantes, animándole a seguir.

– ¿Decías en serio lo de que me dejarías vengarme? – le preguntó Marcos, tenso.

Ramón le asintió con su expresión más severa.

– Pues chúpamela.

Ramón sonrió a su alumno y llevó una mano al paquete expuesto de Marcos, cuyos testículos pendían suaves como dos frutas maduras por efecto del agua caliente. Ramón se arrodilló y se los comió con voracidad.

– No, la polla. Cómeme la polla – se rió Marcos.

Ramón obedeció. Un dios arrodillado para comerle la polla a un héroe. Eso me parecían los dos. Los dieciocho centímetros de gruesa carne joven que henchidos de la virilidad de Marcos aparecían y desaparecían en la boca de Ramón. Mi hijo intentaba ahogarle con su hombría, pero Ramón también era maestro en aquellas maniobras y no le costó albergar todo el calibre de su alumno en su garganta. Al mismo tiempo, con la mano derecha masajeaba los huevos sensibles de Marcos, estimulándolos a eyacular su esperma. Marcos se vio sobrecogido por el placer y apoyó la espalda en la pared de la ducha.

– Basta, quiero follarte el culo – le pidió Marcos.

– Dame tu leche – le pidió Ramón desde su entrepierna.

– Por el culo primero.

Ramón se rió y le ofreció el culo a Marcos, inclinándose y mirando hacia atrás con curiosidad. Marcos cogió su miembro duro y lo usó como látigo contra el culo peludo de su maestro. Ramón sonrió y le apremió:

– Anda, fóllame ya, soldado ¿A qué esperas?

– Vamos delante del espejo, quiero verte la cara mientras te rajo en dos.

– No – le retó el maestro.

Marcos ni siquiera intentó discutir con él. Le clavó de una estocada su vigorosa morcilla y lo levantó del suelo abrazándole por la cintura. Ramón rugió como una fiera herida, cerrando los ojos y escupiendo saliva en su agonía. Al ser alzado todavía se empaló más profundamente en la polla de su estudiante. Marcos lo llevó hasta los espejos del vestuario donde Ramón pudo apoyar las manos mientras Marcos lo reventaba sin piedad. Le empaló dos dolorosas veces más, haciendo aullar al curtido semental que el joven tenía por maestro y le dijo:

– ¿Qué dices ahora del cachorro eh?

– Vas a tener que esforzarte más que con tus putitas para joderme – le retó entre dientes el maestro.

Marcos intensificó sus empellones, hinchando su miembro antes de traspasar el ano de Ramón en cada embestida.

– Lo que tú quieres es que te folle como a una putita – le dijo jadeando Marcos -. Te voy a preñar como a una puta barata, violador.

Ramón rugió de gusto mientras aquellas palabras circulaban por su cabeza al mismo tiempo que el dolor traspasaba su cerebro. Alcanzó a ver en el espejo su propio rostro agonizante seguido por el de su alumno más querido, retorcido en expresiones de placer y satisfacción por la venganza conseguida. Ramón se entregaba al dolor de ser empalado brutalmente por su alumno, recordando cuánto había deseado ser poseído por aquel regalo de los dioses que era Marcos, desde que la virilidad empezó a imprimirse en su joven cuerpo.

Los ojos de Ramón se ponían en blanco intermitentemente, no sabía si de dolor o placer, pero empezó a sangrar por la nariz, por los dos agujeros, de excitación.

– Lléname como a una puta… – decía -. Fó… Fóllame

Su voz entrecortada me hizo mirarle entre las piernas. Su gran falo pendía morcillón, temblequeante como gelatina, mientras grandes goterones de semen se precipitaban desde la punta de su nabo, entre sus piernas hasta el suelo del vestuario.

– Toma leche de macho – le gritó con autoridad Marcos – Trágala por el culo.

Ramón gimió al notar finalmente como su amado alumno le volaba las tripas con su explosiva corrida juvenil que desbordó de su culo abierto, recorriendo sus cojones, haciéndole cosquillas por detrás y chapoteando pesadamente contra el suelo.

– ¿Te has corrido ya? – le preguntó Marcos resollando.

Ramón estaba en la gloria, con los ojos entornados, incapaz de articular palabra. Marcos deslizó su mano por entre las piernas de Ramón y atrapó la cabeza de su falo, haciendo que Ramón brincara de gusto. Al encontrarla pringosa de leche, comprendió que su maestro había disfrutado mientras era humillado y rajado por la carne de otro hombre.

– Te has corrido, so cerdo – apreció Marcos -. Tanto músculo y tanta polla y resulta que disfrutas dejándote violar por machos.

– Si… – mugió Ramón.

Marcos entonces se dio cuenta de que su maestro sangraba por la nariz y acudió en su ayuda.

– ¿Estás bien? – le dijo, suspendiendo el juego.

Ramón medio atontado, le aseguró que si, que estaba perfectamente y que le ocurría a menudo.

– Deja que sangre, quiero que me veas sufrir por ti.

Marcos le dejó respirar hasta ver que los ojos de su maestro se recuperaban de la experiencia. Mientras, Ramón limpiaba con agua del lavamanos la polla morcillona y los huevos de su discípulo antes de introducírselos de nuevo en la boca. Marcos estaba medio hipnotizado con la pericia de su maestro en el masaje oral, pero Ramón de vez en cuando miraba hacia mí, que observaba sentado en el banco, excitado pero un poco avergonzado de aquel despliegue de lujuria homosexual de mi amigo y mi hijo. Me di cuenta de que Ramón quería que fuéramos más duros con él. Me pareció raro que se entregara de esa forma tan humillante pero pensé que probablemente toda su vida era el que se imponía, y que rara vez encontraba buenos machos que tomaran la iniciativa por él y le ofrecieran variedad. Decidí que yo también merecía una pequeña venganza, me bajé los pantalones me masturbé hasta ponerme duro entre las piernas de Ramón. Él empezó a respirar ruidosamente, excitado. No podía decir nada porque la polla de mi hijo le llegaba hasta la nuez, pero por su expresión supe que estaba deseando ser empalado por los dos extremos.

Imitando a Marcos le ensarté sin cuidado, colándome en un agujero ardiente y cremoso, que me acogía ya relleno con la generosa lefa de mi hijo. Ya no recordaba lo placentero que podía sentirse un culo prieto de hombre y la recompensa sádica de escuchar los gemidos de dolor del hombre al ser violado. Como placer añadido, podía hacer sufrir a un hombre que casi siempre me humillaba en combate y esa sensación me produjo una erección de veinteañero hasta el punto de que hasta Ramón se molestó en felicitarme.

– ¿De dónde has sacado esa fuerza, cabrón? – me dijo con la polla de mi hijo sobre su mejilla.

– Cállate puta maricona – no sé si lo dije bien, sólo estaba imitando a Marcos.

Redoblé mis empellones recreándome en cómo mis cojones se bamboleaban contra los suyos mezclando dolor y placer en proporciones gloriosas, en un palmeteo que sólo se da entre hombres. Ramón entornaba los ojos completamente entregado y agradecido. El muy cerdo encontró la forma de atrapar mis tobillos con sus piernas para forzarme a entrar más a fondo en sus intestinos, y con las manos cogía y masajeaba los glúteos de Marcos para empujarle más a dentro en su laringe.

– Nos está violando el muy cabrón – le dije a Marcos mirándole -. Asfíxiale con tu leche, que se lo está pasando demasiado bien.

Ramón al oír esto rugió como un animal. Su musculosa espalda fluía contrayéndose y expandiéndose para encajar nuestras hombrías más profundamente. El orgasmo me arrebató cualquier síntoma de racionalidad y empecé a insultar a Ramón mientras le apuñalaba el bajo vientre con mi descomunal miembro.

– Muere hijo de puta, me has amariconado a mi hijo, jódete, cabrón…

Me zumbaron los cojones de lo fuerte que me corrí. Me clavé profundamente en mi amigo, regándole con mi semilla. Él notó mis abundantes descargas de hombría, (y aquí no estoy dándomelas de macho) y se puso a gemir y mugir. Pero sus mugidos se convirtieron casi en súplicas burbujeantes al inundarse sus cuerdas vocales con el esperma espeso de mi hijo. 

– Ahógate en semen – le dijo Marcos mientras volcaba su hombría en su garganta, apretando su cabeza contra su bajo vientre.

Ramón enrojeció gorgojeando agonizante, y las venas de su cuello se hincharon exageradamente. Retiró su cabeza como pudo y tosió un enorme y viscoso grumo de esperma y saliva. Se irguió sin desacoplarse de mí y empezó a masturbar su grueso nabo, púrpura ya, mientras de su boca y entre sus piernas manaban cuerdas de esperma y saliva que le manchaban su pecho cuadrado y peludo y los enormes muslos. Se masturbaba con fervor, mirando a mi hijo, ofreciéndole su cuerpo.

– Destrózame los huevos, Marcos – le rogó entre jadeos.

Marcos obedeció. Le cogió los cojones húmedos, pringosos y duros con una mano y se los apretó y tiró de ellos, torturándole. Ramón se quedó sin aliento, se sacudió dos veces y su cuerpo entró en una serie de espasmos.

– ¡La puta! – grité al notar como su culo se cerraba rítmicamente sobre mi polla más fuerte que ningún coño o culo que me haya follado en mi vida.

Ramón estalló y lanzó varios trallazos de leche que cruzaron la cara y el abdomen de Marcos, que sonreía frente a él, divertido. Todo terminó y Ramón se desencajó de mí cuidadosamente. Aproveché para palmearle el abdomen dándole la enhorabuena por el poderío demostrado. Ramón, resollando, se apoyó en el lavamanos mirándonos a los dos, con la barba empapada de sudor y gotas de esperma grisáceo. Olíamos a sudor de macho en celo y a mierda de los intestinos de Ramón, pero estábamos completamente radiantes de satisfacción.

– Así que esto es lo que haces los fines de semanas, so cabrón – le dijo Marcos riéndose. 

Ramón, como única respuesta le guiñó un ojo, ya con su expresión severa y viril enternecida por la gratitud.

No repetimos aquel trío, lo que significa que en este relato no va a haber más sexo, aunque recuerdo que muchas veces llamé a casa de Ramón para proponerle sin decírselo, que me dejara torturarlo un poco más. Pero me resultaba muy difícil proponérselo y sencillamente me hacía una paja y me quitaba la necesidad.

El que si volvió a ver a Ramón fue Marcos. Una tarde se pasó por su casa y se quedó a dormir allí. Le pregunté con miedo si habían estado follando y Marcos se rió y me dijo que sólo habían estado viendo el fútbol en pelotas y que habían bebido demasiado. Sin embargo, las visitas de mi hijo a Ramón se hicieron más frecuentes, y yo empezaba a preocuparme por la sexualidad de mi hijo.

– ¿Es que te has vuelto maricón? – le pregunté, un poco celoso.

– No lo sé – me contestó indiferente –. Quizá un poco Ramonsexual. 

Más adelante me enteré de que Marcos quería conocer más a Ramón. Que siempre lo había conocido como maestro, y desde que éste le reveló su amor, quería conocerle más a fondo. Sencillamente quería estar con aquel gran oso al que no tenía que ocultarle nada. Se pasaban las tardes en pelotas, el uno en el regazo del otro abrigados por su propio vello, y a Marcos le encantaba quedarse dormido con una de las manos de su maestro protegiéndole los huevos con sus caricias.

Supe todo esto cuando leí el diario de Marcos tras su muerte. El pobre cabrón desarrolló un cáncer de hígado que lo mató en menos de un mes seis años después de los sucesos que he relatado. Al principio no entendí como alguien podía morir tan joven y estar tan tranquilo, pero Ramón me dio su diario donde todo estaba explicado. No sabía que Marcos llevara un diario.

– Yo le enseñé – me dijo él.

Y supe que a lo largo de aquellos años había llevado una relación muy abierta sin ningún compromiso con su maestro. A veces dormían juntos, pasaban muchas tardes encerrados en casa, viendo la tele o leyendo, o simplemente en silencio, abrazados, examinando sus propios cuerpos tras los entrenamientos. Un poco avergonzado descubrí que Marcos disfrutaba de pasarse horas enteras empalado en el rabo de Ramón. En fin, que se lo pasaban muy bien. También había anotaciones sobre la filosofía que estudiaba Ramón, en el aspecto en el que en la antigua Grecia, cuna de la lucha de la que era maestro, se consideraba que el mayor placer que un hombre podía conseguir en su vida era tener el amor de un joven. Y que el mayor placer de un joven era tener el amor de un adulto valiente. Ramón y Marcos parecían vivir en esa época en la que los hombres únicamente tenían sus cuerpos y la naturaleza a su alrededor, y lo más valioso que tenían para compartir era su cariño. Los dos se entendían muy bien, tanto en la cancha como fuera de ella. Siempre supe que Ramón nunca había encontrado a nadie con quien compartir todo lo que sabía, lo que me sorprendió fue que fuera mi hijo aquel que logró abrirle.

Tras la muerte de Marcos tanto Ramón como yo nos sentimos extrañamente reconfortados. Como cuando ves una película de esas que te devuelven la fe en la vida. Marcos se fue con tanta dignidad y tan feliz que nos quitó un poco de miedo a la muerte a todos. Él pensaba que al final todas las historias debían terminar, y que él no podía imaginar una historia mejor para él mismo que haber conocido el amor de su maestro durante los últimos años de su vida. En ningún momento mencionó todas aquellas medallas y trofeos de lucha que ahora acumulan polvo en la estantería del comedor, en mi casa. En el diario no venía explicado cómo Marcos entendió que Ramón abandonara las competiciones en su mejor momento, pero estaba claro que los dos se comprendían profundamente.

En cualquier caso, Marcos seguía allí en el gimnasio, en la sonrisa de Ramón que antes ocultaba siempre en su rol de maestro seco y severo, y ahora compartía, encandilando a todos sus alumnos. Aquella luz que Marcos encendió en Ramón se propagó rápidamente entre el resto de sus estudiantes y ya nadie pudo decir que viviría sin disfrutar de una pizca de aquel chaval joven. Esa fue la única descendencia que dejó mi hijo.

Todo lo demás que no he contado, para mi siempre será un misterio.

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