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Mi historia con mi profesor

Cuando yo tenia unos 23 años, mi distracción favorita de los días domingo era espiar con mis binoculares a mi vecino de la casa de enfrente, el Profesor Razzo.

El profe no era un hombre muy alto, mediría un metro setenta, no era ni gordo ni flaco, estaba en su punto justo en relación a su estatura, tendría unos cuarenta y dale años, era blanco, con ojos color café, como la miel verdadera, de piel muy clara y usaba unos horrorosos anteojos correctores como culos de botella, con montura gruesa de pasta.

Todos los domingos salía al frente de su casa a lavar su auto, para lo cual vestía únicamente unos pequeños y raídos «shorts» azules que hasta agujeros tenían, privilegio de los que vivimos en tierra caliente. Iba descalzo, despeinado y sin sus lentes, lo cual indudablemente lo favorecía mucho.

Cuando se agachaba para lavar las llantas, sus «shorts» se le bajaban hasta más o menos la mitad de las nalgas, dejando expuesta buena (¡buenísima!) parte de su trasero. Yo suponía que él sabía que yo lo espiaba a través de las persianas, pues al levantarse volteaba hacia mi balcón (aunque con lo miope que era no vería más allá de nariz), se subía la parte posterior de los «shorts» y se acomodaba la verga en su conciso empaque..

Cuando terminaba de secar su auto, recogía el equipo de limpieza y entraba a su casa. De mis muchas horas de observación yo había deducido que lo siguiente que haría sería darse una ducha y pasar el resto del día encerrado en la casa.

Yo por mi parte, cuando él cerraba su puerta, me lanzaba en mi cama y me masturbaba como loco imaginando que yo entraba detrás de él, me desnudaba teniendo la verga dura como roca, le desgarraba la parte posterior de los «shorts» y lo sodomizaba a lo bestia, en seco, de pie, mientras lo masturbaba a través de uno de los agujeros de lo que quedaba de su exigua prenda, mientras él trataba en vano de liberarse de mi abrazo de oso, me insultaba y me amenazaba, pero al final eyaculaba borbotones y borbotones de esperma al tiempo que yo acababa en su recto…

Pero él también me espiaba a mí… Todas las noches, a la hora de la telenovela estelar, yo hacía mi rutina de ejercicios a manos libres ante mi ventanal. Sabiendo que él me observaba con sus binoculares, me desnudaba completamente, encendía todas las luces de mi habitación, subía las persianas, abría las puertas del balcón y durante un poco más de 45 minutos montaba un show para él donde exhibía mi cuerpo sin dejar nada para la imaginación.

En los recesos entre una serie de ejercicios y otra podía verlo en el balcón de su casa, con los binoculares en la mano izquierda y la derecha supongo dónde, pues el muro contra el cual se apoyaba sólo me permitía verlo de la cintura hacia arriba. Yo gozaba imaginando que estaría también completamente desnudo ya que al menos su peludo torso lo estaba.

Al terminar mi rutina, yo apagaba las luces, bajaba las persianas y me quedaba mirando hacia su balcón. Invariablemente él entraba a su habitación y apagaba las luces también.

Después de meses de este juego de suburbios, un día me decidí a actuar. Mis padres y mis hermanos iban todos los domingos a la iglesia a las 9:00, justo a la hora en que el profe salía a lavar su auto. Yo me quedaba solo en casa cuando menos por dos horas, pero esta vez trataría de emplearlas en algo mejor que solamente masturbarme imaginándome absurdas escenas de impunes violaciones vecinales.

Tenía un plan… Nombre Código: «Operación Gorila Caliente» Ahora si pondría un poco de pimienta en la vida gris y monótona de mi vecino. Cuando el profe comenzó a lavar las llantas de su auto, yo comencé a excitarme viendo su fabuloso culo de marfil y salí de casa vestido como él , con unos viejos y apretados «jeans» (una talla por debajo de la que usaba entonces) que yo mismo había cortado para convertir en «shorts», los cuales no me ponía desde hacía varios años y que dejaban expuestas casi la mitad inferior de mis nalgas.

Descalzo y llevando una botella de abrillantador de silicón para los cauchos (esa era la carnada que colocaría en el anzuelo), crucé la calle y lo saludé. El me saludó muy efusivamente, pues me conocía desde que yo jugaba a los vaqueros con sus hijos y ocasionalmente su esposa telefoneaba a mi mamá para decirle que yo me quedaría a comer con ellos.

Tiempo después su esposa regresó a su país de origen, llevándose con ella a sus hijos y desde entonces el profesor vivía solo en aquella casa.

Le ofrecí ayudarlo con los cauchos, aplicando el silicón para abrillantarlos y él se mostró complacido con la idea. E

n tanto secábamos el auto, yo no perdía oportunidad de mirar más de cerca al profe y haciéndome el pendejo mientras conversábamos, lo tocaba por aquí y por allá… rozaba sus piernas, sus espaldas velludas, su bien formado pecho y su hermosa panza. Todo lo que veía y tocaba me gustaba cada vez más y más.

Llegó al fin el momento de recoger los implementos de limpieza, yo me ofrecí a llevarlos dentro y él aceptó muy agradecido mientras enrollaba la manguera. Todo me iba saliendo a pedir de boca. El sólo pensar que la «Fase 1» de mi plan se había cumplido exitosamente hacía que mi corazón latiera aceleradamente y mi verga comenzara a endurecerse.

Ahora comenzaba la «Fase 2». Entramos en su casa, él cerró la puerta y me dijo de colocar el cubo, los cepillos y demás bártulos en el closet bajo la escalera, en tanto él iba a la cocina a preparar café.

Al entrar yo a la cocina (conocía el camino de memoria), él lavaba un cerro de trastos sucios que denotaba la falta que hacía su esposa en esa casa, otrora más limpia y ordenada que una clínica privada.

Rápidamente analicé la situación. El profe estaba de espaldas a mí, fregando los trastos y mi verga estaba parada como cohete.

Me desnudé en dos segundos. Desgarrar sus «shorts» ya no me parecía tan viable, así que me acerqué a él y se los bajé sorpresivamente de un solo tirón hasta los tobillos y rápidamente lo rodee con mis brazos, inmovilizándolo en una especie de llave de lucha libre, apoyando mi verga erecta en la raja de su culo.

El profesor Razzo dio un salto y me gritó: «¡Sergio! ¿Qué es esto? ¡Sergio, suéltame!» («¡¿Ah, si?!» pensé yo «¡Suéltame, gorila!») El se sacudía y trataba de zafarse de mi abrazo, con lo cual sólo lograba que yo me excitara más y mi verga comenzara a entrar entre sus nalgas, mientras yo le besaba los hombros y la nuca.

«¡Sergio, respétame, yo podría ser tu padre!» «Lo dudo mucho, profe, le faltan al menos 20 centímetros de estatura y unos 40 kilos de barriga para siquiera parecerse a él» «¡Sergio!…¿Te volviste loco de repente?» «¡Si, profe, estoy loco por usted, pero no de repente, desde hace años! ¡Usted me trae de cabeza, todos los domingos me hago la paja hasta que me salen ampollas en la mano pensando que le hago esto! ¡Lo encuentro sencillamente atractivo para mis gustos y quiero enseñarle unas cuantas cositas!»

El profe entonces cambió la táctica. Siendo profesor de matemáticas estaría habituado a aplicar la lógica. Y era lógico que yo, más alto, joven y fuerte que él y además en posición ventajosa, podía mantenerlo así y hacer prácticamente lo que quisiera.

Suspiró profundamente y me dijo, calmadamente,: «De acuerdo, Sergio, ya sé que me encuentras bastante atractivo… y eso me halaga, viniendo del hombre más apuesto de la cuadra. Pero… no está bien. Hijo… suéltame, por favor, esto es humillante.

Me haré a la idea de que esto nunca ocurrió…» Pero yo no lo soltaba, más bien comenzaba a menearme como si lo sodomizara, aunque en verdad mi verga no había logrado localizar la ubicación exacta del ano (es decir, del esfínter, para ser matemáticamente exacto).

«Sergio, si no me sueltas, comenzaré a lanzar golpes a lo loco… y no respondo por lo que pueda pasar luego. No quiero enemistarme contigo… Suéltame y hablamos serenamente. Te lo prometo… Yayo.»

Con eso me desarmó. «Yayo» era el nombre que me daban sus hijos cuando éramos niños. Nadie más me llamaba así ni yo lo había escuchado de nuevo después que ellos se fueron.

Lo solté y él suspiró aliviado. Se dio vuelta y recostó el culo del borde del mesón de la cocina, sin preocuparse en subirse los «shorts» nuevamente, más bien levantó los pies y los arrojó lejos. Su verga estaba semierecta y era más hermosa aún que lo que yo había imaginado en la más ardiente de mis fantasías.

Bueno, en realidad en mis fantasías yo ponía todo el énfasis en su culo, su verga era algo secundario, pero ahora, viéndola de frente, sentí, (porque de verdad lo sentí físicamente en mi ano) que sería más delicioso aún que el sodomizado fuese yo, si iba a serlo con esa gruesa herramienta que amenazaba rebasar los 18 centímetros al elevarse a su máximo exponente (Desde cierto punto de vista, la matemática puede ser excitante)

«Sergio…hijo…¿Cómo es posible? ¡El terror de las muchachas de la cuadra! El que trae de cabeza a las chicas más lindas de la universidad… perdiendo su tiempo y sus energías tratando de violar a un pobre profesor que además lo quiere como un hijo» «¿Como un hijo, profe? ¡Será como un hijo de puta! ¿Usted cree que no lo veo todas las noches espiándome con sus binoculares cuando hago ejercicios desnudo en mi cuarto? ¿Me va a negar que me encuentra atractivo? ¿Va a decirme que no le gustaría que nos revolcáramos como puercos en celo?» «Sergio… si todos los hombres que te observan todas las noches mientras haces tus ejercicios quisieran revolcarse contigo, esta manzana de casas tendría que estar ubicada en San Francisco, California y no aquí.

El gordo Ferrero, mi vecino de al lado, se sube a menudo a la azotea para verte mientras las mujeres de su casa miran la telenovela, e incluso lo he visto masturbarse.

El hijo mayor de los Alvarez, casa de por medio, hasta se compró un telescopio y creo que te toma fotografías y hay algún que otro que no conozco en los balcones del condominio que está en la calle de atrás, desde la ventana de mi baño los he visto… Yayo, cometes un error de interpretación, el espionaje es el segundo oficio más viejo del mundo y en una cultura tan hipócrita como la nuestra, es excitante mirar a otra persona cuando creemos invadir su privacidad, así sea la abuelita de Tarzán.»

«¡Verga! ¿El gordo Ferrero se hace la paja viéndome desnudo? ¡Coño! ¡Se jodió «El Club de Observadores de Pájaros»! ¡Que pena!, ¡A partir de esta noche tendrán que conformarse con otra vaina, porque lo que soy yo no doy más funciones gratis! Bueno, con lo fea que es la tipa que tiene por esposa, ese gordo debe ser capaz de hacerse la paja viendo a «Godzilla»…

Pero, gordo aparte, dígame algo profe…¿Yo no le inspiro ningún mal pensamiento? ¿No le gustaría que usted y yo, sin tanto preámbulo, simplemente nos abrazáramos y nos besáramos e hiciésemos luego toda clase de cochinadas?

Le adelanto que aún soy tan virgen del culo como lo soy de las orejas (en cuanto a la virginidad de mis orejas no mentía, aún lo son), así que en lo que a usted concierne, sería un estreno mundial, y nada en el mundo me gustaría más en este momento que tener ese… guevote suyo tratando de rascarme el colon. ¡Ande, profe, no se haga!

No me venga con que soy un niño, porque como puede ver (y me agarré el machete), ya estoy crecidito, y mi verga también»


«Sergio, por favor, vístete, si es que a usar ese…taparrabos con el que hoy andas puede aplicársele el verbo «vestir» (¡Mira quien habla!) Como te dije antes, después que salgas, me haré a la idea de que esto no pasó…» «¿Después que yo salga se hará a la idea de que esto no pasó?

¡Si, cómo no…! ¡Se hará la paja como una ordeñadora mecánica, una y otra vez, imaginando las cosas morbosas que hubiésemos hecho! ¡Hasta el fin de sus días se preguntará qué pudo haber ocurrido entre usted y yo!… Le advierto, profe, soy muy rencoroso y no doy segundos chances. ¡Y ya no le daré ni siquiera el consuelo de verme haciendo esto… (y me incliné hasta el suelo frente a él, mostrándole mi verga erecta)… ni nada parecido, porque eso se acabó! ¡Monten su propio ballet rosado entre ustedes, mirones depravados, porque este papasote se va a trabajar en otra novela!»

Herido en mi amor propio, más arrecho que manjar despreciado, tomé mis «shorts» del piso, me los puse y al subir el cierre de un solo manotazo… ¡Horror de horrores! ¡Coño! ¡El %*&^^*¡+!^^*# cierre me pellizcó el escroto! ¡Y yo lo había subido todo completo! ¡Aaaaaaaagh! ¡Llamen a los bomberos! ¡Un zipper de bronce, doble grueso, de aquellos que se usaban en los ’80! ¡Cualquier movimiento, hasta respirar, hacia brotar lágrimas de dolor de mis ojos!

El profesor me preguntó: «¿Qué pasa, Sergio? ¡Sergio! ¡Estás pálido de muerte y comienzas a ponerte verde! ¡Por Dios, muchacho! ¿Qué te ocurre?» Entre dientes logré mascullar «¡El cierre!…¡Ugh! ¡El cierre… me agarró… las bolas!» El profesor se llevó las manos a sus propias bolas y gritó «¡NO! ¡Que cosa más horrible! ¡No te muevas, hijo, no te muevas, yo voy a buscar unas tijeras!

Yo tenía la computadora bloqueada y no se me ocurría que simplemente tomando los extremos de las hileras de dientes del cierre y dándoles un tirón en direcciones opuestas podría liberarme de aquel cepo marca «Levi Strauss» sin tener que sufrir la castración sin anestesia.

Los «shorts» me quedaban tan apretados que no daban margen para maniobras, así que cuando el profesor llegó con las tijeras y empezó a cortar la tela a ambos lados del cierre, yo sudaba sangre temiendo que fuese a terminar capándome o decapitándome.

¡Yo, que detestaba la ópera, acabaría en Viena cantando como Farinelli «Il Castratto»! El profe terminó de cortar a ambos lados con delicadeza quirúrgica y la tensión de la tela desapareció, luego aplicó la lógica; tomó cada uno de los extremos de las hileras y de un tirón, reventó el cierre y me liberó.

El dolor amainó, pero viendo el interés que el estado de salud de mis cojones había despertado en mi dulce profesor, probé hacer un poco de teatro. Me agarré las bolas como si se me fueran a salir de la bolsa y me incliné hacia adelante, gimiendo y respirando a través de los dientes apretados.

«¡Sergio, tranquilo, tranquilo hijo, ya pasó, ya! ¿Te duele mucho? Déjame ver qué te pasó, anda, permíteme…» ¡Bingo! (¿Soy un hijo de puta?) ¡El fin justifica los medios! En la guerra, en el amor y en el sexo se vale todo y yo estaba seguro que mi profe se moría por tener sexo conmigo, sólo que…claro, la amistad de tantos años con mis padres, el ser yo de la misma edad que su hijo mayor, etcétera…

Esa era la pared que yo tenía que derribar si quería probar las dulces mieles de una buena tirada. Después de arriesgar hasta las bolas en esta empresa, creo que tenía derecho ¿no? ¡Ese es el espíritu de la buena cacería!

Me tendí de espaldas en la enorme y maciza mesa de la cocina, apoyando las nalgas en el borde, abriendo las piernas y presentando una excelente vista panorámica de mi aparato genital y mi ano. Mi dulce profesor no encontraba sus anteojos y, miope como era, se sentó frente… bueno, se sentó en un banquillo con la cara muy cerca de mis bolas.

Levantando mi pene con su mano izquierda, palpaba mi escroto con la derecha, echándolo hacia un lado y hacia otro y lo observaba con detenimiento a menos de diez centímetros de distancia.

Al fin emitió su diagnóstico: «Todo está bien, afortunadamente sólo fue un pellizco, no hay sangre…» (claro, toda la sangre estaba en el interior de mi verga, irguiéndola como asta de bandera). Sentí su aliento cálido cada vez más cerca de mi equipo de norma y al fin ¡Al fin! ¡»Fase 3″ en marcha!

¡Coño! ¡El muy cabrón abrió la boca y empezó a ejercitarse en el «rimming», lamiéndome, besándome y chupándome las bolas, las ingles, el ano, la verga, el glande! ¡Yo no sé si los ángeles hagan algo así, pero para mí, el Cielo era eso!, Yo, recién bañadito antes de ir a su casa, exudaba un sudor claro, limpio y cargado con hormonas llamando al morbo en plena época de celo (que para mi, con el profe, era permanente).

Después de lamerme todo lo que quiso metódica y sistemáticamente, como todo lo suyo, el profe se puso de pie, se dirigió a la nevera y tomó un frasco de mayonesa «light». Emulando a Marlon Brando en «El Ultimo Tango en París», me untó la mayonesa deliciosamente fría en el culo (más saludable, por cierto, porque Brando usaba mantequilla full de colesterol) y me empujó aquel tranvía suyo en mi túnel. Lo más doloroso fue la entrada de su cabezota, pero el resto se deslizó casi que plácidamente. Levantando mis piernas en sus brazos, comenzó a darme vergazos en el culo lentamente.

Desde mi posición yo podía ver su rostro, sus ojos cerrados y la expresión de su cara que denotaban una concentración a fondo. Yo quería acción, movimiento, placer fácil y rápido, pero mi profe mantenía su ritmo lento «in crescendo».

Yo le gritaba: «¡Más duro, profe, más duro, rápido!» y él me respondía jadeando: «Calma, en la vida, todos los tiros están contados, debes disfrutar cada uno como si fuera el último. Hay que hacer durar el placer….» Al modo suyo, hizo en mi culo todo lo que una verga parada puede hacer en un culo untado de mayonesa, salvo entrar doblada (¿es posible?). Entró, salió, giró, derecha, izquierda, centro, arriba, abajo, y vuelta y uno y dos… y para mi sorpresa, yo sentía un placer creciente nunca antes experimentado, ni siquiera con la macroverga de mi tío Sandro, la cual me había hecho comprender ¡a fondo! el suplicio del empalamiento.

Con el profe, ondas de una vibración deliciosa irradiaban desde mi ano hasta mi nuca, llevándome a niveles de placer que yo ni sospechaba que se pudiera experimentar. Con él conocí lo que era el «orgasmo prostático», eyaculando hasta las bolas sin tocarme.

El por su parte emitió un do de pecho sostenido al tiempo que se sacudía en espasmos de placer e inundaba mi recto con su semen, después de lo cual me sacó su verga, me hizo incorporar y me abrazó, me acarició y me besó con una ternura paternal que para mí era completamente desconocida, pues en eso de expresar sus afectos, mi padre es tan pródigo como puede serlo un cocodrilo.

El profe me preguntó: «¿Quieres hacerme lo mismo tú a mí?», y dije «¿Cojermelo?»… A mí se me habían bajado los humos, mi arrogancia casi adolescente dio paso a la humildad del ignorante consciente de serlo: «No podría, profe, haría el ridículo. Yo sólo sé tirar como los conejos… lo meto y me sacudo, mientras que Usted es todo un artista… Instrúyame, enséñeme más, se lo ruego»

El profesor soltó una carcajada y me dijo: «¿Cómo es eso? ¿No me ofreciste tú enseñarme unas cuantas «cositas»? La siguiente lección fue «Cómo hacer el 69 sobre una mesa de cocina» y ya sabemos que los números eran la especialidad del profe.

En comparación, todos mis «69» anteriores no habían pasado de «11». Además de mayonesa, probamos leche condensada, sirop de chocolate, miel, helado de mantecado… Coño que experiencia tan arrebatadoramente suprema, dos machos en un mete saca bucal, disparando al final y casi al unísono chorros de leche inundando boca, cara, cuello.. todo.

Fui por lana y salí trasquilado. Después de aquello, tirar por tirar con cualquiera ya no sería lo mismo. Mi culo se había vuelto «gourmet», desarrollando un insaciable gusto por la mayonesa.

El semestre siguiente inscribí matemáticas con el profe y me convertí en su asistente de cátedra para pasar con él el mayor tiempo posible, aprender algo más que números y justificar ante mis padres el que viviera metido en su casa.

Por cierto, lo más difícil ese día fue salir hacia mi casa como a las seis de la tarde y cruzar la calle vestido solamente con un sobretodo de los años cincuenta que el profe había heredado de su abuelo, única prenda de vestir en toda esa casa que me sirvió (¡y que no tenía cierre al frente!).

Mis padres como que no se creyeron del todo el cuento de que se trataba de una broma para burlarme del gordo Ferrero, a pesar de mi bien ganada fama de loco y mis hermanas, aún hoy, años después, me llaman burlonamente «Columbo».

Y este es el relato gay profesor.

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