Era verano. Uno tranquilo, caluroso y bastante vulgar. Todo apuntaba a que iba a ser otro año más en aquel apartamento de Gandia, matando las horas en la terraza, contemplando el mar. Tengo pocos amigos ya que solo voy allí un par de días al año, por lo tanto, paso la mayoría del tiempo en el piso. Una tarde de calor intenso me dispuse a bajar a la calle a comprar el pan.
Bajé todas la escaleras desde el sexto piso hasta abajo. Es un mérito porque entre los 32 grados y que podría haber cogido un ascensor perfectamente, había razones de sobra para no hacerlo. Volví en cuestión de segundos ya que la panadería se encontraba a pocos metros de mis apartamentos. El problema es que subir no era lo mismo que bajar y la pereza de hacer todas aquellas escaleras germinó en mí como una mala hierba.
Pulsé el botón para llamar al ascensor que vino enseguida. Abrí la puerta y entré en aquel minúsculo recinto que me producía algo de claustrofobia. Me miré en el espejo que hay justo en frente y tras secarme el sudor de la frente, apreté el número seis. No obstante, lo que pasó después me pilló desprevenido.
La puerta del ascensor se abrió de golpe. «Lo siento» dijo con ese acento del interior, tan cálido. Aunque no logré oír sus disculpas ya que mis ojos quedaron atrapados en su torso desnudo. Las gotas de sudor resbalaban por su cuerpo y mojaban sus pezones, humedeciendo la punta. «Vengo de correr» declaró, adivinando mi mirada descarada hacia esa escultura griega hecha de piel mojada y carne caliente. Levanté mi cabeza y descubrí su rostro que me esperaba con una sonrisa y una mirada castaña que me penetró el alma. Su pelo rubio estaba alborotado, a pesar de ser bastante corto. Pulsó el número nueve y dejó una marca de su dedo en el botón, impregnándolo con el dulce aroma de su piel mojada.
El ascensor era diminuto y, de vez en cuando, nuestras manos se confundían en un cálido roce, dónde yo podía probar la carne de sus dedos. Podía sentir su olor, su fragancia viril despertaba en mí deseos eróticos que jamás había sentido y que solo con él podía consumar.
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Ambos rondaríamos los dieciséis y nunca ates nos habíamos visto. «Es tu piso» habló con aquella voz excitante. Desperté de aquel trance. El viaje había sido tan corto y tan agradable que habría querido quedarme en aquel recinto con él para siempre. Un tímido «adiós» salió de mi boca, intentando no desvelar en mi voz la excitación de mi mente.
Cuando llegué al piso, el deseo me consumía y no podía esconder la erección que se perdía en mis pantalones. Estuve toda la noche pensando en él, imaginando como sería estar en el noveno piso, abrazado a su cuerpo totalmente desnudo, bañado en aquel sudor que tanto me había descontrolado. Solo deseaba verle una vez más, sentir su presencia prohibida. «Ni siquiera sería gay», pensé. Pero aún así, el deseo secreto me poseía y mataba mi tiempo pensando en su cuerpo e imaginándome el olor de su sus huevos y de su pene.
Un día, mientras observaba el mar, como de costumbre, me llamó la atención ver como una toalla caía desde el cielo hasta el suelo del garaje descubierto. La razón era simple. Algún vecino habría colgado su toalla en el balcón y, de viento, se habría desprendido de las pinzas precipitándose hacia el suelo. Estuve como veinte minutos allí, viendo la toalla en el suelo, sin que nadie viniese a recogerla.
De repente, la idea surgió ante mí como una bala. ¿Y si aquella toalla era del chico del ascensor? Era una excusa perfecta para acercarme a su piso y preguntar así que bajé, cogí la toalla y, una vez en el ascensor, pulsé el número nueve. El viaje se me hizo largo ya que deseaba con todas mis fuerzas tocar su timbre de una vez por todas. Pero una vez estuve frente a la puerta ocurrió algo.
Esta estaba abierta, entornada más bien. Se oía, de fondo, el ruido del agua de ducha que caía. Estaba paralizado, no sabía qué hacer.
«¿Hola?» por fin solté. El agua se paró de repente y, tras un instante, aquel chico que tanto había gozado en mis sueños apareció por la puerta del baño, con una toalla atada a la cintura pero con un torso ya conocido descubriéndose ante mí, el inesperado invitado. «¿Sí?» preguntó.
«Lo siento, no quería molestarte» mentí. «No pasa nada, es que dejo la puerta abierta para que corra más el aire porque con este calor…» Si él tenía calor, me tendría que ver a mí. «Veras, se ha caído una toalla por el balcón y venía a saber si era tuya» dije mostrándole dicha tela. «Pues, no sé…» replicó, su torso brillaba con la luz de las gotas y se marcaban sus pectorales y abdominales. Pude distinguir el camino de vello que descendía de su ombligo hasta perderse por la condenada toalla que tapaba lo que yo ansiaba ver. «Espera, ven al balcón y lo vemos porque creo que tengo una muy parecida. Tranquilo, mis padres no están.»
El deseo que corría por mi mente se volvía más real a medida que avanzaba la dulce situación. Llegamos al balcón y observé que las vistas eran micho más altas, apenas se distinguía a la gente y, por consiguiente, aquella gente no te distinguía a ti. «Tengo dos muy parecidas. Puedes ver si la etiqueta y decirme la marca. Lo haría yo pero tengo las manos mojadas.» No me importó en absoluto aquella excusa barata así que me agaché e intenté adivinar la marca de la etiqueta.
Pero, antes incluso de tocar la toalla, otra toalla calló inmediatamente al suelo. Era la del chico que de repente me ofreció un enorme pollón, con el glande medio abierto y rodeado por una línea de vello que me regalaba un aroma tan viril como dulce.
La punta escupía algunas gotas de aquel néctar que yo tanto ansiaba. Sin previo aviso, me cogió la cabeza y me restregó por su magnífica verga, restregándome su olor por la cara. Empecé a comérmela despacio, saboreando su líquido preseminal y gozando los gemidos que, a veces, soltaba. Alcé la mano y acaricié su cuerpo mojado, rozando sus pezones con las yemas de mis dedos. Mientras me follaba la boca y azotaba mi barbilla con sus enormes cojones yo gozaba como un niño que al fin consigue su ansiada piruleta. Tras unos minutos de intensa mamada, él me elevó de un solo brazo y me arrastró hacia el cuarto de baño.
Llegamos en lo que me pareció un instante. Una vez allí, me despojó salvajemente de toda mi ropa y me llevó hasta la ducha. El agua comenzó a deslizarse por nuestros cuerpos desnudos, abrazando todos nuestros sentidos. Lo que hizo a continuación fue totalmente excitante. Cogió una pastilla de jabón y, mientras me besaba el cuello, me la refregó por el ano, buscando mi dilatación más profunda. Una vez estuve totalmente excitado, me clavó su enorme tranca por el culo y me embistió en aquella ducha, empotrado contra el grifo. Estuvo varios minutos pero sus jadeos me mostraban que estaba a punto de culminar. Yo ya me había corrido.
Bastó algo de toqueteo mientras me penetraba para que me viniese en litros. «Me voy a correr» declaró por fin. Yo, que seguía igual de excitado aunque ya me hubiese corrido, aparté mi ano y me puse de rodillas para esperar mi merecido zumo. Mis labios acariciaban su glande hasta que aquel semen se precipitó atropelladamente por mi garganta, mi boca, mis labios, mi rostro entero disfrutó de aquel líquido dulzón que me sabía a gloria. Seguí chupeteando la morcilla hasta que ya no quedó nada más que tragar de aquellos jugosos huevos.
Tras aquello, nos vestimos y yo salí del piso con la toalla caída todavía en la mano. Entré en el ascensor y me miré al espejo. Tenía toda la cara recubierta de aquella crema blanca. Se me había olvidado limpiarme. Cogí la toalla y lo limpié todo. Una vez lo hice una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi cara.
Años después yo volvería a Gandia aunque fuese ya a mis veinte porque había heredado la casa. La sorpresa fue cuando, ya adultos, nos volvimos a encontrar. Pero eso será sujeto de otra historia.