Era una mañana como tantas otras, fria ,con un monton de nubes guindadas desde el cielo, recordaba con nostalgia a Ernesto, aquel hombre grande y maduro, al que atisbaba todas las mañanas, me acostumbré a mirar su rostro enmarcado en esa barba negra y espesa de tres días, nunca imaginé que pude vencer mi timidez y atreverme a su conquista.
Recuerdo aquella tarde de viento y de lluvia que me acerqué a la enorme construcción donde el fungía de autoritario capataz; me sentí como un tonto entrando a su pequeño despacho lleno de fierros y cables, en fín cualquier pretexto era válido para tener a mi vista a ese ejemplar que me había cautivado, yo era un muchachón de casi treinta años, no pocos hombres formaban parte de mi bitácora erótica y afectiva.
Toda ella repleta de circunstancias extrañas, insólitas; ahora le tenía frente a mí, ni siquiera se me ocurrió articular palabras, solamente sentí el destello de su mirada, sus ojazos negros y profundos, era un diálogo mudo, pero de una intensidad casi dolorosa pero cargada de magia , el caminó lentamente hacia mi, tomó con sus enormes manos mi cabeza ,me besó hundiendo sus labios en mi boca, su lengua explorando mi garganta, barriendo con su barba mis mejillas, haciendo escuchar sus roncos jadeos.
Yo , subyugado, abracé sus anchas espaldas, me refugié en su pecho de chifón negro, sentía sus frondosos testículos en mis muslos, su miembro duro y grandioso explorando mi cuerpo, era el lenguaje exacerbado de dos hombres, nunca antes experimenté ese torrente abrumador y pecaminoso, no se dieron palabras solo fué la volcánica expresión de nuestras manos, nuestros labios, nuestros sexos, y el epílogo final de ese néctar tibio y viscoso salpicado en mi vientre; era otro día, la luz se escurria por la pequeña ventana.