Mis cuñados Gregorio y Rubén son dos grandes cazadores. Bueno, eso es lo que dicen ellos. En sus correrías ecocidas, las únicas piezas cobradas por ese par que yo haya visto han sido unos cuantos racimos de plátanos y muchas garrapatas (tengo la impresión que las presas han sido ellos).

Aún así… ¡ay del desprevenido que se les acerque a menos de dos metros cuando están bebiendo en alguna reunión familiar! Le contarán grandes batidas donde sólo faltarán los elefantes de guerra, y eso si no están bebiendo desde temprano, porque entonces, no sólo habrá elefantes, si no que éstos también bailarán la conga.

Aman la caza y la pesca, siempre tienen algún plan de fin de semana para ir a algún paraje donde hay algún tigre cebado o están alabando las delicias de la carne de venado asada al estilo llanero o comentando el inminente levantamiento de la veda aplicada a alguna especie de felino.

Que yo sepa, la única vez que en realidad cazaron algo fue cuando Gregorio disparó contra una vaca creyendo que era un venado. Les salió tan cara la gracia que más bien parecía que le hubiesen matado «Bambi» a los Estudios Disney. Sin embargo, les encanta alardear y fanfarronear, sin importarles que sus cuentos sean monumentales insultos a la inteligencia.

Pero cuando más pesados se ponen es cuando comienzan a narrar con minuciosos detalles lo que supuestamente le hacen a los animales, por ejemplo, el cuento de Gregorio de cómo mató a una tigra (sic) preñada a punto de parir, la despanzurró y degolló luego a los cachorros nacidos por cesárea.

Llegados a ese punto, yo -que probablemente para entonces haya bebido tanto como ellos- no me puedo contener y les largo un discurso conservacionista, los insulto, los llamo ecocidas salvajes, faltos de respeto y de sensibilidad hacia el ambiente y la biodiversidad, y remato diciéndoles que no sé por qué me molesto si ellos no son más que unos exageradores, cuenteros y mentirosos.

Rubén sólo sonríe, pero Gregorio contraataca alegando que la caza es un instinto natural del macho de la especie humana y que yo tendría que tragarme mis palabras si aceptara acompañarlos en alguna de sus expediciones y viera lo que ellos hacen, en lugar de estar yendo al teatro, las galerías y los museos.

Rubén enarca las cejas y le dice entonces, mirándolo por encima del marco de sus anteojos: «Gregorio, yo no creo que sea buena idea que Eugenio vaya con nosotros, tú sabes, él es…»homosexual…» remata Gregorio «¡Un hombre que se desmaye cuando ve sangre, que no sea capaz de internarse en el monte y valerse por sí mismo y prefiera estar mirando pendejadas en los teatros y mamarrachos en los museos no es más que un maricón, una princesa, una ‘loca’!»

A esas alturas, poco nos falta para irnos a las manos, momento en el cual mis hermanas hacen una pausa en su maratón de chismes, nos separan y ponen fin a la discusión: «¡Yuyin, no le hagas caso a Goyo, tú sabes que cuando bebe habla muchas pendejadas! ¡Goyo, deja tranquilo a Yuyín, tú sabes que él es muy sensible, es el consentido de la casa!» .

(Mi nombre es Eugenio, lo de «Yuyín» es la forma en que las encantadoras ridículas de mis hermanas, haciéndose las sofisticadas, pretenden pronunciar «Eugene»…).

Pero en una ocasión decidí aceptar el reto. Iría con mis cuñados a cazar pecaríes en la finca de unos amigos de ellos. Rubén trató de disuadirme por todos los medios, me habló de los mosquitos y las garrapatas, las serpientes, arañas y escorpiones, la incomodidad de dormir sobre la tierra, la humedad que cala los huesos, el calor agobiante, la sed que no se sacia con nada… pero Goyo le decía que no era necesario convencerme de no ir pues de cualquier modo yo me rajaría a última hora.

Ellos son comerciantes con sus propios negocios, dueños y señores de su tiempo, pero yo tenía que pedir la tarde libre en la empresa donde trabajaba. Logrado eso, a la una de la tarde del viernes convenido pasaron por mí en la camioneta de Goyo. A bordo había armas y bastimentos suficientes para montar una pequeña revolución y equipo para acampar.

Luego de recorrer lo que me parecieron millones de kilómetros, caer en todos los cráteres de la carretera, tener que cambiar una rueda estallada y tragar polvo hasta por el culo ¡al fin llegamos! ya entrada la noche, a la finca donde nos alojaríamos.

En medio de la oscuridad, la casa de la finca se veía débilmente iluminada, pues generaban electricidad con una planta a gasoil de no mucha capacidad, no obstante, desde lejos se podía notar que era una casa vieja, tal vez del año 30, bien conservada aunque no por ello la gran casota, una casa grande y sencilla.

Su actual propietario la heredó de un tío solterón y “extraño” para quien la finca fue su «clóset», de donde nunca salió. En la entrada nos recibió Juan Pedro, el encargado; un joven como de mi edad, rellenito y bastante velludo en brazos y pecho según delataba su camisa, de cabellos castaños y ojos color café, bonita sonrisa y muy simpático, con un lenguaje corporal tan obvio que hacía innecesarias las palabras.

Estaba plantado en lo alto de la escalinata de la casa, descalzo, con las piernas separadas, los pulgares en los bolsillos de los holgados «jeans» y los dedos índices apuntando hacia la entrepierna, como diciendo «¡Adivinen lo que tengo aquí!», la espalda erguida, la cabeza y los hombros en alto, airoso y la camisa abierta mostrando parte del amplio y peludo pecho y el abdomen algo generoso. ¡Todo un «colirio» para mis ojos!

Nos ayudó a bajar nuestras mochilas y nos condujo a las habitaciones («¿Entonces?» me preguntaba yo «¿Por qué el equipo de acampar? ¡Esto es poco menos que un resort!») Yo estaba que mataba por una ducha y así se lo dije a Goyo , quien le pidió a Juan Pedro que me indicara dónde estaba el baño, pues la casa en sí carecía de instalaciones sanitarias y tenía unos anexos en la parte de atrás, una caseta para la ducha y otra para un retrete y un lavamanos, así como la estilísticamente discordante torre metálica del tanque del agua.

La caseta de la ducha tenía puerta, pero no había forma de cerrarla, mas no le di importancia al asunto, me desnudé y me metí bajo la regadera… ¡El agua estaba helada! Pero preferí continuar, total hacía calor.

Cuando comenzaba a enjabonarme, Juan Pedro entró al baño como Pedro por su casa… Bueno, él se llamaba Pedro, y no se sería el propietario pero vivía ahí, de modo que podía decirse que estaba en su casa.

Venía a traerme una toalla limpia, detalle que yo había olvidado. «¡Con el calor que hace a mi también me caería bien un baño…!» y sin decir alto quién vive, se sentó en la banqueta que había frente a la ducha y comenzó a desnudarse.

Supuse que sería la costumbre local, bañarse juntos sin falsos pudores, como hacen los japoneses, pero en todo caso me hice el indiferente. De ser cierto lo que dicen, que las pupilas se dilatan cuando uno ve algo que le gusta, las mías serían en ese momento similares a las de un búho, pues cada prenda que se quitaba Juan Pedro me hacía abrir más los ojos.

¡Que portento de hombre! ¿Y la verga? ¡Una ‘pa buena! Con el fin de no demostrar mucho interés, comencé a enjabonarme la cabeza. Juan Pedro completamente desnudo se acercó a mí y me preguntó: «¿Te enjabono la espalda?» Le respondí como quien no quiere la cosa: «Bueno…»

¡Verga! Aquí no sólo tienen costumbres distintas, parece que también las palabras tienen significados distintos… «Juan Pedro… eso no es la espalda…» a lo cual él respondió: «Yo sé, Eugenio, pero esto tampoco es el jabón…» ¡Dioses! ¡No acababa de llegar y ya me estaban cogiendo! ¡Qué maravilla! ¡Servicio cinco estrellas, haberlo sabido antes…!

Cerré la llave del agua, pues no quería que nada enfriara a aquel alazán que me embestía por la retaguardia como un camión. La espuma de jabón facilitaba algo la entrada del tolete aquel de Juanito… ¡Qué dolor tan sabroso!

Mi esfínter estaba siendo forzado poco a poco por esa verga insolente mientras Juan Pedro, o sea, otras partes de él, ya que la verga no era autónoma, me acariciaba desde los hombros hasta los muslos, jugueteaba con mis bolas y mi verga y me clavaba su quijada entre el cuello y el hombro.

¡Yo estaba en éxtasis! ¡Y eso que todavía no terminaba de meter toda su macana en mi reducto ni había comenzado a menearse! Cuando me la tuvo toda adentro, me preguntó: «¿Te gusta así?» Yo pregunté alarmado: «¿Cómo? ¿Es que todavía te queda algo más qué meter?» Juan Pedro era más o menos de mi estatura, pero yo tengo las piernas tal vez un poco más largas, por lo cual debía flexionarlas para nivelar mi culo con su tercera pierna, de manera que entrara en mi recto como debía ser.

El hombre sabía bien lo que hacía, cuando empezó a bombear, yo incliné el torso hacia delante y me agarré de la solitaria llave de la ducha. «¡Más duro, por favor, más duro, hasta el fondo, Juanito, así, más, más, más!»

Una de sus manos de agricultor rodeaba mi verga y me descorría rítmicamente el prepucio, al tiempo que la otra mano agarraba mi escroto y me lo apretaba y masajeaba como si tratara de encontrar allí un tercer testículo.

En contra de mis verdaderos deseos, acabé al poco tiempo, pero afortunadamente él seguía pistoneando en mi culo. Acabó también y creo que no fingía, pues no tenía por qué y parecía haberlo disfrutado mucho: «¡Guau! ¡Qué culo tan caliente! ¡verga! ¡Qué manera de apretar, como un guante! No fue tu primera vez… ¿verdad?» me preguntó mientras abría el agua y se lavaba la verga bajo la ducha.

«Si, si lo fue… contigo, quiero decir, porque espero que ésta no haya sido la única….» le respondí mientras tomaba su verga en mis manos y continuaba su limpieza.

Rubén y Gregorio entraron a la caseta en ese momento, ya mi baño estaba tomando visos de espectáculo público. Vestían sólo sus calzoncillos y sandalias playeras de goma y traían sendas toallas colgadas de los hombros. «Bueno, señoritos, ahora nos toca a nosotros, así que se les agradece desalojar el local» dijo Gregorio imitando el tonito altanero de los policías.

Acto seguido se bajaron los calzones, quedándose ambos en pelotas. En tantos años de conocerlos yo nunca había visto a mis cuñados con menos ropa que unos pantalones tipo bermuda o unos «shorts» de baño.

Rubén es catire, estatura media, ojos claros y gordito, más o menos velludo, con rostro algo curtido por el sol y una bonita panza que describe la curva de la felicidad; es de carácter analítico, tranquilo y de trato cortés. Su verga circuncidada estaría dentro del promedio, aunque quizás, de tener menos barriga alrededor, le luciría más grande.

Gregorio por su parte es alto, tal vez un metro ochenta y… ¿siete? ¿uno noventa? bueno, por ahí, es moreno, con ojos color de avellana y velludo como un peluche, bien formado pero con poco ejercicio. Es de carácter abierto, fogoso, irreflexivo y con una verga gruesa como una berenjena que me hizo sentir envidia de mi hermana mayor.

Mientras Juan Pedro me secaba con la toalla y con sus labios, Goyo, quien estaba sentado en la banqueta, alargó un brazo, atrajo hacia sí a Rubén, que se encontraba de pie, se inclinó un poco, engulló el pichón del gordito y comenzó a mamárselo.

Yo no podía dar crédito a lo que veía. Rubén se notaba «cortado» e incómodo: «¡Delante de Eugenio no, Gregorio, me da vergüenza, por más que sea él aún no está al tanto…!» Goyo hizo una pausa y me pregunto: «¿Asombrado? ¡Y eso que no has vista nada aún! Pero yo si puedo ver que el asistente de baño que te mandé (mirándo a Juan Pedro) te sirvió de mucho».

Nuevamente enfundó en su boca la verga ahora bien parada de Rubén y siguió mamando, mientras sus manos amasaban las nalgas del gordito y metía sus dedos entre ellas. Rubén por su parte le halaba los cabellos para controlar la velocidad del vaivén y subía una pierna para que Goyo también le acariciara las bolas.

«No entiendo, Goyo, si Rubén y tú… ¿mis hermanas saben algo?» «¡No!» gritó Rubén en voz baja. «¡Por eso justamente fue que Goyo insistió tanto en que vinieras! Tus argumentos ecologistas y tus desafíos a que mostremos pruebas de lo buenos cazadores que somos ya están haciendo sospechar a tus hermanas de que hay una movida subterránea y han comenzado a hacer preguntas y a hablarnos irónicamente.

Claro que ellas se imaginan otra cosa muy distinta, pero en cualquier momento comenzarán a averiguar más a fondo y tú bien sabes que lo que pasaría si descubren la verdad»

«¿Pero, cómo es posible? ¿Ustedes dos se casaron con mis hermanas siendo que…?» Goyo no me dejó terminar la pregunta: «Yuyín, no es tan simple como pudiera pensarse. Ni Rubén ni yo buscamos jamás llegar a esto, es más, nunca nos habían interesado estas cosas. Sólo que un día se dieron las condiciones… y bueno, pasó… ¿Qué se hace? Descubrimos de golpe que no gustaba el arte griego clásico, como dirías tú.

«Para poder disfrutarlo sin correr tantos riesgos, nos inventamos el parapeto de la cacería, una actividad muy masculina que habría funcionado muy bien durante años, pues poca gente es tan insufrible como un cazador bocón o un pescador deportivo ídem contando sus supuestas hazañas y eso hace que nadie muestre mayor interés por lo que hacemos cuando salimos juntos, pues corren el riesgo de que queramos contarle… hasta que tú comenzaste a resaltar contradicciones que nuestras mujeres habían pasado por alto. Sabemos que tu intención no era perjudicarnos de este modo, pero ahora necesitamos que nos ayudes, sentimos como si el FBI estuviese tras de nosotros.»

El áspero dedo de Juan Pedro entre mis nalgas inclinó la balanza de mi lealtad hacia los otros (hizo como los carniceros tramposos, alteró el peso presionando con el dedo).

Además, me sentía culpable por haber suministrado a mis hermanas la tecnología de los misiles que ahora apuntaban a mis dos cuñados favoritos. «Está bien, cuenten conmigo, los apoyo».

Gregorio me abrazó feliz, luego Rubén hizo otro tanto y finalmente Juan Pedro, para no ser menos, hasta me besó hundiendo su lengua salvajemente pero con maestría en mi boca. Goyo, aún eufórico, exclamó: «¡Lástima que Eduardo (el dueño de la finca), no haya podido venir con la ‘loca’ celosa de su mujer…!»

Rubén lo cortó el discurso en seco: «¡Si Guillermo te oye expresándote así de él, te parte el hocico, tú sabes que Guille es capaz de hacerlo!» Con mal disimulados celos, Goyo respondió: «¡Ah si, gordo pendejo, qué miedo! ¡Maricón!»

Rubén sonrió y apoyó su cabeza en el hombro de Goyo, éste hizo la finta de querer ahorcarlo con una «llave» estranguladora y continuó: «Cuando estamos los cuatro aquí con Juan Pedro, las bacanales que montamos son de antología, pero siempre hemos pensado que nos gustaría más el desmadre en número par, o sea, tres parejas. Si gustas… hay un puesto vacante».

Prometí que lo pensaría, si bien el peludo brazo de Juan Pedro sobre mis hombros y su axila en mi hombro ya me habían convencido de antemano de aceptar. Rubén y Goyo se metieron bajo la regadera, mientras Juan Pedro y yo los observábamos sentados en la banqueta

Luego de una cena ligera, nos fuimos a un dormitorio grande y fresco donde había dos camas. Goyo y Rubén se acostaron en una y Juan Pedro y yo en la otra. Orgía, orgía, lo que se dice una orgía, no, no fue una orgía, al menos yo no lo vi así.

A la luz de las velas, yo me cogía a Juan Pedro mientras Rubén hacía otro tanto con Goyo. Luego, cambiamos de pareja, Goyo se vino a mi cama y Juan Pedro se fue con Rubén. Después Rubén conmigo y Juan Pedro con Goyo, después… ¡Párale, párale, párale que me estoy volviendo un ocho!

Baste decir que ninguno durmió esa noche y que echamos mano de todas las fantasias y las pusimos en perfecta práctica. Al día siguiente dormimos hasta la tarde y al levantarnos, todos caminábamos como «cowboys», con las piernas arqueadas, jurando no querer ver una verga más, ni natural ni artificial, ni siquiera la propia, al menos por tres meses.

Claro que mentíamos, como buenos cazadores. A la noche hicimos una fiesta de no-despedida en honor a Juan Pedro, pues nosotros teníamos que irnos al amanecer y él se quedaría solito. Realmente Goyo tenía razón; la caza es un deporte apasionante, una vez que pruebas la emoción y se te mete en las venas, ya no puedes parar.

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